Siempre he sido una mujer muy independiente. Hasta la llegada de mi hijo jamás me había permitido que ningún hombre me mantuviera. Yo con mi trabajo, mi tiempo, mis cosas solo para mí.

Pero hay ocasiones que lo cambian todo, y en el momento que me convertí en madre decidí priorizar en criar a mi bebé a tiempo completo. Dejé mi empleo y me centré por entero en esto de ser mamá. Aunque por desgracia a los pocos meses los planes empezaron a truncarse.

El que hasta entonces había sido mi pareja comenzó a cambiar su actitud tanto conmigo como con nuestro hijo. Decía que ser padre le iba grande, que vivía constantemente agobiado por la situación y, un buen día, cogió sus maletas y optó por desaparecer de nuestras vidas. Ni una llamada, una visita o un mensaje, nada.

De la noche a la mañana dejé de ser la mamá a jornada completa para convertirme en el motor de nuestra pequeña familia. Ya no había un sueldo que entrase cada mes, ¿os he contado ya que él se marchó desentendiéndose absolutamente de todo? Temblaba todas las mañanas, angustiada por la incertidumbre de no saber cómo saldríamos al paso de todo aquello.

 

Sin ayuda de nadie, con un bebé de apenas tres meses, sola en un abismo aunque intentando siempre caminar con la cabeza bien alta. Sin pensarlo ni medio segundo empecé a enviar curriculums a diestro y siniestro. Llamé a diferentes empresas en las que ya había trabajado, pero ninguna puerta se abría para mí. Era como si ahora ya nadie viese en mí a la profesional que antes era, sino a una mujer desesperada y a su hijo.

Y cada noche mirando a mi pequeño lloraba a mares. ¿Qué culpa tendría él de todo lo que nos estaba pasando? Él era la única alegría de mi vida, sus sonrisas y nuestros momentos juntos eran mi verdadera esperanza. Pero el tiempo pasaba y, por desgracia, con toda esa ternura no se podían pagar facturas. Las cosas se empezaron a complicar, mucho. Corríamos el riesgo de quedarnos en la calle, mi bebé y yo, mi pequeño sin un techo bajo el que dormir.

En una de esas noches en vela en las que desconectaba conversando con otras madres en las redes sociales, envié un SOS desesperado. Y entre todas las frases de aliento y de ánimo pude ver una pequeña luz. Una de esas mamás me empezó a contar por mensajes que la solución a sus problemas había sido el trabajo telefónico.Desde tu casa, sin horarios complicados, con la libertad de poder cuidar de tu hijo‘, sonaba perfecto, quizás demasiado.

Al no tener nada que perder le pedí que me enviase toda la información sobre lo que debería hacer o con quién ponerme en contacto. Imaginé que el trabajo consistiría en la televenta y rápidamente le pregunté qué productos se debían ofrecer al público. ‘¡Ay no! No vendemos nada, lo que hacemos es atender una línea caliente‘.

Esa noche me metí en la cama desorientada y con la cabeza llena de ideas. En cualquier otra situación hubiera eliminado la propuesta desde el minuto cero. Una mujer con estudios, con una vida tradicional, ¿diciendo barbaridades por teléfono a gente desconocida? Pero las cosas no estaban ni muchísimo menos para descartar nada.

Pasados unos días, y después de haberme puesto en contacto con la empresa de la que me había hablado la mamá del grupo, me llené de fuerza y empecé a trabajar. No voy a mentir, cientos de veces me comparé a mí misma con una prostituta y me sentía terrible. Pero junto con esas ideas también venían otras en las que me veía a mí misma como una mujer fuerte, que había tomado esa decisión para sacar adelante a su hijo y darle todo lo mejor.

 

Me encerraba en mi cuarto sola en cada una de las llamadas, y me las tomaba como una actuación teatral en la que tenía que improvisar frente a un actor distinto cada vez. Y aprendí a separar mi tiempo de trabajo del resto del día, en el que volvía a disfrutar de mi pequeño.

Pasados unos meses en los que las cosas parecían arreglarse poco a poco, un buen día la empresa para la que trabajaba me citó para una pequeña reunión en sus oficinas. Apenas conocía a la mujer que me había realizado la entrevista y a un par de administrativos, así que el poder ver a otros empleados me generaba mucha curiosidad.

En una pequeña sala nos juntamos aproximadamente quince mujeres y cinco hombres. Después de unas palabras de ánimo y unas breves anotaciones de la jefa, pudimos hablar entre nosotros para conocernos un poco más. Para mi sorpresa allí me topé con gente fantástica, muchas mujeres en situaciones muy similares a la mía, y otras que directamente necesitaban un extra de dinero al mes.

Entre todas descubrí a cinco chicas con las que conecté casi al instante. También madres, con hijos de diferentes edades, empezamos comentando cómo nos organizábamos para trabajar y terminamos llorando de la risa ante la cantidad de anécdotas graciosas que guardábamos en secreto sobre nuestro trabajo.

Desde aquel día, y aunque continúo trabajando sola desde mi casa, somos un equipo y somos amigas. Hemos creado una piña donde nos hacemos llamar ‘Las chicas del cable. Somos las madres de la línea caliente, esas que descuelgan el teléfono y se convierten en otra persona. Hablamos en secreto de nuestros miedos, de cuánto deseamos que todo nos vaya bien, nos apoyamos las unas a las otras como hermanas.

Una vez por semana nos juntamos con nuestros pequeños para merendar y abrazarnos, vernos, sonreírnos. Cualquiera que nos vea jamás podría ni imaginarse a qué nos dedicamos, nosotras allí tan maternales con nuestros carritos, biberones, pañales… Pues sí, somos nosotras, el club clandestino de madres de la línea caliente.

Fotografía de portada

 

Anónimo