Esa noche apenas dormí. Aunque lo intenté, las horas fueron pasando y no era capaz de conciliar el sueño, tumbada junto a mi mejor amigo que descansaba a mi lado sin saber que esa iba a ser la última vez que compartiera luna conmigo.
No dejaba de acariciarlo y pegarme a él. Mis lágrimas salían a borbotones sin poder evitarlo. Dolía mucho la consciencia de que había llegado su final.
Y, al mismo tiempo, me sentía afortunada por tener la oportunidad de estar acompañándole plenamente en esos últimos momentos, sabiendo que no se repetirían.
Estaba contenta de no habérmelos perdido yendo con el piloto automático del día a día, sin pararme a valorar cada pequeño instante a su lado.
Llegó el amanecer y decidí levantarme. No tenía mucho más sentido permanecer en la cama excepto el de seguir sintiendo su calor por última vez, pero después de tanto rato, el cuerpo me pedía movimiento.
Estaba demasiado inquieta y nerviosa y necesitaba darme una ducha, hacer algo con las ojeras que me llegaban hasta el suelo y, sobre todo, meter en mi cuerpo una dosis urgente de café.
Salí a pasearlo por última vez. Aunque realmente su último trayecto sería de camino a la clínica, me apetecía vivir también un último paseo normal con consciencia y sin tiempo límite.
Fuimos a los lugares que sabía que más le gustaban. No podíamos ir demasiado lejos puesto que mi perro se encontraba ya demasiado cansado y viejito para tanto ejercicio, pero yo sabía qué sitios le hacían y habían hecho feliz sin tener que alejarnos demasiado.
Dejé que tomara un poquito el sol, que saludara por última vez a un par de amigos con los que se cruzaba diariamente, tanto otros perros como personas, y enseguida volvimos a casa.
Yo sabía que, a pesar del dolor y del agotamiento, se sentía feliz.
Aún quedaban un par de horas para mi cita con su veterinario, conocido por nosotros desde hacía bastantes años y muy querido por las dos partes.
Él le había conocido desde cachorro, le había vacunado, revisado periódicamente y también cuidado de la mejor forma que había podido en esos últimos tiempos.
Tampoco había podido contener una lágrima, a pesar de su profesionalidad, el día que me dijo que lo mejor para él era dejarlo ir sin que sufriera, y que para ello tendríamos que dormirlo para siempre.
Esa amarga noticia había llegado una tarde lluviosa, tras un periodo de pruebas médicas en el que yo aún mantenía la esperanza de que alguna noticia milagrosa llegase…
Pero mi mejor amigo ya estaba muy anciano y todo era simplemente ley de vida.
Tenía que aprender a soltar y a aceptar que todo tiene un fin pero… cuánto dolía.
A pesar de intentar mantenerme fuerte, el llanto no dejaba de brotar de dentro de mí sin poder evitarlo.
Apenas era capaz de mirarlo sin sentir que me atravesaba, por dentro, una espada que me partía en dos.
Al fin llegó la hora de enfrentarme al momento más triste de mi vida. Volvimos a salir a la calle después de haberle puesto su arnés y correa por última vez.
Él estaba contento y cuando llegamos a la clínica, a pesar de sus pocas fuerzas, movía el rabo con alegría sabiendo que se iba a encontrar con su querido amigo veterinario.
Lo que ocurrió allí lo recuerdo vagamente, pues un manto de lágrimas cubría mis ojos y distorsiona las imágenes que quedan de ese momento.
Tuve la oportunidad de despedirme de él, de estar un rato a solas en aquella sala hablándole y mimándole.
Le fui sincera mientras le daba besos sin parar, le decía cuánto agradecía a la vida que hubiera estado en la mía durante tantos años, le expresaba todo mi amor, que había sido el mejor compañero del mundo.
Se fue en mis brazos y yo sentí cómo, poco a poco, se iba durmiendo plácidamente y abandonando este mundo, hasta que solo quedó su cuerpecito inerte…
Fue lo más duro que he pasado hasta ahora y al mismo tiempo, un momento precioso que siempre llevaré conmigo, porque se fue con suavidad, dulzura, acompañamiento y amor.
Se fue sin sentir miedo ni dolor.
Estuve con él en esos últimos instantes, y sé que algún día volveremos a encontrarnos…