Básicamente me pasó que me planté en la consulta del fisio con las piernas y las ingles a medio depilar, vamos, depilada mal, pero no de dejarme todos los pelos y ya, sino de que por algunas partes parecía un híbrido de oso pardo y por otros era bebé erizo, ¿sabéis cómo digo? Todo rosita y como con las púas queriendo salir.

Y pensaréis, ¿cómo llegaste a ese despropósito? Pues aquí va la respuesta.

Me estaba recuperando de un esguince de tobillo y tenía que acudir periódicamente a la clínica para hacer la rehabilitación. Eso tuvo lugar en una época de mi vida prepandémica en la que compaginaba trabajo y estudios, y salía con mis compañeros noche sí noche no, vamos, que dormía una media de 4 o 5 horas diarias. Soy de poco dormir y como mi productividad no se veía mermada ni en el máster ni en el trabajo, no era consciente de que, a veces, era un zombi.

Y como digo, solía ser más productiva de noche que de día, así que cuando me tocaba ir por la mañana temprano al fisio me tenían que levantar de la cama con grúa, ponerme 70 alarmas y gracias a que tenía los vecinos más incívicos del planeta, me acaban despertando los portazos y la Alexa de una casa ajena.

Tras este idílico despertar, el ritual era siempre el mismo: desayunaba, me pasaba la silk-épil, me duchaba, me vestía y me iba.

Total, que en una de esas, que además llevaba mucho sin depilarme, se comprende que estaba demasiado grogui, demasiado perra o quizá ambas cosas. El caso es que mi yo semiconsciente pensó que era buena idea depilarme íntegramente solo la pierna del tobillo malo y a la otra se le podía dar un repaso rapidito y mal. Porque, aunque era en el pie, me conectaba una cosa al muslo para trabajar con electroestimulación o no sé qué en el cuádriceps, así que me desvestía una pierna detrás de un biombo, me colocaba en la camilla y el fisio apenas tenía que verme las piernas, porque te ponen el papel ese para cubrirte rollo ginecólogo.

Me fui a la clínica orgullosa de haber hilado tan fino en estado semicomatoso y me esforcé por no quedarme frita en los sillones de la sala de espera que eran especialmente mulliditos. No tenía resaca, no iba bajo los efectos de nada, simplemente arrastraba cansancio y sueño desde hacía meses. Y pelos, eso también. De diferente longitud y grosor, especialmente en el área inguinal.

Esto se debía a que me da mucha sensibilidad la silk-épil por ahí y me paso la cuchilla, así que tenía cierta diversidad pilosa repartida en el alto muslo y la ingle. Cuando digo ingle digo lo que asoma por fuera de la goma de las bragas, el fisio no me iba a ver el pubis.

Entro por fin en la consulta y, como siempre, me bajo solo una pierna de los leggins, me tumbo en la camilla y el fisio me pone el papel ese que parece un mantel de los bares por encima. Al poco tiempo de empezar la sesión, me dijo que necesitaba que me bajara un poco los leggins de la otra pierna para comprobar una cosa. Yo me puse tensa y le pregunté que si me lo tenía que quitar del todo o solo bajarlo un poco. Me dijo que lo justo para trabajar el cuádriceps. SOCORRO.

No solo quedó expuesta mi ingle peludísima, sino que era un contraste muy fuerte con la otra pierna, que se veía la ingle bien rasurada. Pero eso no era todo. El muslo lo tenía depilado a parches, de vello más fino, eso sí, así que igual se notaba menos, pero es que empecé a fijarme y la pierna que supuestamente estaba bien depilada… ¡estaba hecha un cuadro!

Tenía pelos en la parte de atrás del muslo hasta la rodilla, de gemelo para abajo todo depilado, pero con algunas heridas con minichurretes de sangre que no sé ni cómo me los hice, algunos ya tenían hasta la postilla. Y la parte delantera de los muslos también a parches, un desastre todo.

Seguramente, ese hombre estuviera más pendiente de la terapia que de otra cosa, pero a mí me estaba dando una vergüenza terrible, ya no por los pelos, sino por esa pintura expresionista que formaban mis piernas.

Cuando salí de la consulta se lo conté a un amigo entre risas y vergüenza, a lo que me contestó: “Bueno, es que habrá que normalizar lo de los pelos, ¿no? ¿O acaso ese hombre no tiene?”

Y aunque yo misma llevaba todo ese tiempo intentando autoconvencerme de lo mismo, que me lo dijera otra persona, y encima un hombre (que no tiene esa presión social) me alivió. Ya no recuerdo con qué grado de depilación fui a las siguientes sesiones, pero sí recuerdo que daba un poco más igual.

No digo que ya no me depile, pero desde entonces me lo tomo con menos exigencia; lo hago más por no rozarme la piel de bebé erizo con las púas a medio salir y quedarme toda escocida que porque le resulte antiestético al que tenga delante.

Ele Mandarina