No hay duda de que todas las madres vamos por la vida cargando una mochila llena de culpas: por cada error cometido, por cada cosa que dejamos de hacer por falta de tiempo, por cada vez que fuimos humanas y gritamos, perdimos la paciencia o simplemente nos alejamos porque necesitábamos un momento. 

Yo en lo personal tengo incluso un post it de afirmaciones pegado en la puerta de mi refrigerador, para poder recordarme a mi misma cada tanto que no soy la peor mamá que ha pisado la faz de tierra, que errar es de humanos y que si tengo niños sanos y felices, algo he de estar haciendo bien a pesar de la molesta y constante voz en mi cabeza que me dice lo contrario. 

La mayoría de las veces logro vencen al monstruo, que me gusta llamar Cerbero (el perro este horrendo de la mitología griega que tiene tres cabezas) porque cuando crees que lo lograste, te ataca por otro flanco. “Hoy les di snack saludables a los niños, pero entre el trabajo y los quehaceres de la casa, no pude jugar con ellos”. Cerbero remonta con asquerosa facilidad. 

Hoy mi mochila está particularmente pesada porque tuve un descuido terrible, y pasó una de esas cosas que una nunca imagina que le pueda pasar, aún peor y para ser más precisa, que le pueda pasar a tu hija. 

Mi beba tiene poco más de un año, y está en esa edad que quiere explorar todo, no se queda quieta ni un segundo y quienes tengan o hayan tenido niños de esa edad, saben que para ellos “explorar” es llevarse todo a la boca. Por lo general suelo estar muy atenta, pero ayer después de volver del trabajo y darle un baño, mi jefe comenzó a escribirme sobre unas dudas que tenía de un informe que acababa de entregarle. 

No suelo trabajar fuera de mi horario, pero ese informe era muy importante así que me tomé el tiempo de responderle, con mi niña por ahí rondando a mi alrededor. 

Creo que hay sonidos que por muy mínimos que sean, las madres podemos oír, ella estaba de espaldas a mí y lo escuché, fue tan pero tan mínimo que incluso pensé por un momento que lo había imaginado. Pero después de hacer absoluto silencio, lo volví a oír: venía de ella y era el sonido de algo “crujiente” siendo masticado. 

Yo inocente de todo y cien por ciento optimista, asumí que se trataba de algún cereal o galleta que habría quedado en el piso, y me acerqué a sacárselo de la boca. 

El mundo se me vino abajo cuando aún con la boca cerrada, veo patitas en los labios de mi bebé. No miento, me fallaron las piernas y sentí que me bajaba la presión. Nunca en toda mi vida pensé que sería capaz de agarrar una cucaracha, y menos que estaría desesperada por hacerlo. Sin sentir asco por mi, pero si todo el asco del mundo por ella, le metí los dedos en la boca y le saqué lo que quedaba del animal. 

Apenas podía controlar el vómito mientras le lavaba la boca porque además el olor, ese tan particular y nauseabundo de las cucarachas era muy fuerte y salía de la boca de mi bebé. La lavé incontables veces, le escribí a su pediatra y además de recetarle algo para el estómago, me aseguró que no tenía mucho de que preocuparme. De igual forma lloré hasta la madrugada y he tenido el estómago tan malo que no he podido comer desde ayer. Tengo ahorita, y estoy segura de que por mucho pero mucho rato, mi mochila de culpa insoportablemente pesada.  Cerbero me comió viva.

 

Danellys Almarza