Odio las bodas por la parafernalia. Me cuesta la vida encontrar un atuendo a la altura del evento con el que sentirme cómoda, me satura tanta decoración y tanto detalle, y se me encoge el corazón viendo a los camareros retirar platos de comida llenos, directos a la basura. Me llega a incomodar tanta exaltación cursi al amor, cuando he ido a bodas de parejas que, a los meses, se han separado. No puede una evitar la sensación de haber participado en una pantomima, más aún teniendo en cuenta el desembolso que realicé. Porque sí, también odio las bodas por el esfuerzo económico que tengo que hacer.

Pero amo las bodas. Me contagio fácilmente por la euforia y la alegría que desprenden los novios. Me gustan las ceremonias bonitas con música en directo, y las palabras de cariño que familiares y amigos dedican a los novios. Me encanta el vino y degustar nuevos aperitivos en la recepción. Me gusta reencontrarme con amigos o familiares a los que ya no veo con tanta frecuencia, porque vivo en otra ciudad, terminar mezclada con propios y ajenos en la pista, bailar hasta el dolor de pies y reír con las anécdotas al día siguiente.

No es tan contradictorio como parece, es solo una relación de amor-odio al 50%. Mi pareja y yo ya sopesamos el modo de solucionar el dilema. Decidimos que sí, que seguiríamos yendo a bodas y nos esforzaríamos por aprender a gestionarlas para que nos pesara más lo positivo que lo negativo. ¿El problema? Que ahora vienen bodas en segundas nupcias y el interrogante se vuelve a plantear.

No querías sopa, toma dos tazas

Aún estamos en la treintena y ya hay una primera tanda de divorciados que cualquier día anuncian nuevo matrimonio. En la mayoría de parejas, se da un patrón común: un integrante está divorciado y tuvo su boda por todo lo alto, el otro no. Y claro, este segundo no renuncia a tener su día, como lo ha tenido o lo tendrá cualquier otra persona de nuestro entorno.

No sé en vuestros casos, pero aquí todas las bodas son iguales: clásicas y opulentas. Si alguna vez he ido a una boda íntima y alternativa, ha sido algo testimonial en comparación. A la gente se le va la cabeza con lo de querer llevar detallitos originales y sorprender, lo que termina en excentricidades. Y a ello se une, en muchísimos casos, el afán recaudatorio casi palpable que desprende, al menos, uno de los dos integrantes de la pareja. Normalmente, el que aún no se ha casado.

Nadie se planta ante esto porque todo el mundo está en la misma rueda, unas veces aplastando a los demás, otras siendo aplastados. ¿Seremos nosotros la nota discordante?

Establecer filtros

Viviendo a muchísimos kilómetros de distancia y con una economía muy muy normalita, no es sensato multiplicar los eventos con las bodas en segundas nupcias. No podemos, pero tampoco queremos renunciar a la vida social y a todo lo positivo que tienen las celebraciones.

La verdad, lo que más me apetecería hacer es decir a unas que sí y a otras que no. Sí a las bodas más sosegadas, íntimas, sin tanta etiqueta y tanta parafernalia. Un día en el salón de celebraciones de al lado de tu casa, con un cóctel y un DJ. Algo para juntarnos, sin más.

No a más bodas recargadas, ni de parejas con las que no tengo tanta afinidad, ni donde voy a encontrar gente con la que no me apetece estar.

Pero, ¿eso cómo se hace? ¿Cómo dices que sí a unas bodas y no a otras cuando hablamos de parejas que pertenecen al mismo círculo? Nunca hemos sido muy buenos poniendo límites, ni haciendo discriminaciones por afinidad, ni soportando tensiones y enfriamientos de gente a la que le ha sentado mal algo.

Por eso hago un llamamiento a la comunidad: ¿qué hacéis con las bodas en segundas nupcias? ¿Argumentos a favor o en contra de ir? Y, sobre todo, ¿cómo decís que sí o que no y luego vivís en paz con la gente que está molesta?

Anónimo