En estos momentos estoy en casa, sola.
Mi hija menor, la única que todavía vivía conmigo, se acaba de marchar hace quince minutos, maleta en mano. Entra en la Universidad y se va a estudiar y vivir fuera.
Aunque tampoco estaremos muy lejos (se va a una ciudad a menos de una hora de distancia de la nuestra) esta va a ser la primera vez desde que fui madre que nos separemos y me quede sola durante tanto tiempo de forma indefinida…
Volveré a disfrutar de su sonrisa el próximo viernes, pues en principio volverá a casa durante los fines de semana. Aún sabiendo esto, nos hemos despedido con un abrazo tan largo y fuerte que parecía que no nos íbamos a volver a ver en décadas.
Me ha costado no llorar, y creo que a ella también. Ambas sabemos lo que este momento realmente significa…
En casa, el silencio ya ha impregnado todas las paredes, tiñéndolas de colores tristes, apagados. Hacía por lo menos veinte años que no recordaba este vacío, esta falta de bullicio y de VIDA.
Y ahora solo siento un agujero dentro de mi, un hueco doloroso que no sé cómo rellenar. Si os digo la verdad, no sé ni cómo estoy…
Desde que me separé de su padre, hace ya casi diez años, mis hijas se convirtieron en mi única compañía. Todo lo hice por y para ellas. Cada uno de mis movimientos giraba alrededor de sus vidas.
Nunca me quedó tiempo para acordarme de que detrás de mi rol de madre y de trabajadora también había existido antes simplemente una mujer, una persona sin más, que es con la que esta situación hoy me está obligando a encontrarme.
Este silencio me la ha plantado súbitamente en la cara, sin proceso previo, y el problema es que me asusta este reencuentro con esta persona de antaño que, hoy en día, me resulta prácticamente una desconocida. Ya no me reconozco en la que era y no recuerdo cómo es simplemente ser yo.
Las lágrimas caen solas, tiernas, suaves. Echo tanto de menos el ruido, el desorden, echo tanto de menos sus voces infantiles, adolescentes, sus quejas, sus berrinches, sus portazos, la vida que se respiraba en cada esquina…
De todo eso ahora solo queda el recuerdo, la nostalgia, un sentimiento enorme de dolor y, sobre todo, de soledad.
De pronto, siento haber envejecido veinte años, me siento anciana, muy mayor…
Siento que mi vida ha pasado en un suspiro cuidando de ellas y me invade una pena muy grande al ser consciente de que todo eso ya ha acabado… de que esa época que parecía permanente y que nunca terminaría, sí tenía realmente una fecha de caducidad y yo no me había dado cuenta.
Añoro tanto a mis cachorras… Añoro arroparlas, cuidarlas cuando están enfermas, besarlas, hacerles la comida a diario, poner doscientas lavadoras, discutir con ellas hasta la extenuación, sentir que puedo cuidarlas, protegerlas…
Ahora ya nada de eso está bajo mi control. Tienen que vivir su propia vida y solo puedo desear con todas mis fuerzas que sepan cuidar bien de sí mismas.
Este silencio me mata y hoy solo quiero meterme en la cama y llorar.
Solo necesito que hoy sean mis sábanas las que me arropen y cuiden de mí como si ahora de pronto fuese yo la niña pequeñita y vulnerable…
Y esta pena es agridulce porque sé que esto no es más que la vida y sus ciclos.
Sé perfectamente que esto es lo saludable y positivo: que mis cachorras hayan crecido y abandonado el nido para echar a volar por sí mismas, descubrir su propia independencia, crear su propia historia y, quizás en un futuro, crear también su propia familia… y que así el ciclo vuelva a empezar. Ahora les toca a ellas.
Por esa parte, soy muy feliz, sabiendo bien que yo ya he cumplido. Con mis aciertos y mis errores, claro, guiándolas en su crecimiento y acompañándolas mientras se hacían adultas en su camino. Como buenamente he podido.
Sin embargo… ¡lo que daría por poder volver atrás y revivir de nuevo sus infancias, volver a tenerlas pegadas a mí, disfrutar con más consciencia de cada pequeño momento!
Algo he debido hacer bien porque mis hijas echaron a volar, se fueron del nido y lo hicieron felices. Yo las despedí con una sonrisa, desplegué mis alas para que pudieran separarse de mi con confianza y seguridad. Me hice la fuerte para transmitirles esa fuerza a ellas también.
Les dije adiós con entusiasmo y ellas no adivinaron las lágrimas que iba a derramar en cuanto volviera a cerrar la puerta tras su partida.
Sus habitaciones siguen llenas con sus pertenencias que, poco a poco, se irán vaciando. Regresarán algunas veces, las volverán a ocupar y, de forma progresiva, cada vez lo harán con menos frecuencia hasta que llegue un día que, sin saberlo ninguna de nosotras, se convierta definitivamente en el último.
Sus vidas como adultas comienzan verdaderamente ahora. Sé que lo harán muy bien y que así es como debe ser.
Y ahora me toca a mí reencontrarme con quién soy y volver a quererme, mimarme y dedicarme tiempo. Todo está bien, todo fluye, así es la vida.
Pero cuánto duele, dios mío…