Algunos días me pesa en la sangre la densa humedad de las calles. Cuando la noche es el vacío de un aeropuerto en las afueras, las luces de una clínica que no se apagan. Neones bajo la lluvia, esperas insensatas con el teléfono ametrallando los silencios falsos del cerebro. Tinta y colillas sobre la cama. La tristeza es una extraña compañera

A veces la luz al final del túnel es un lugar donde evadirte. A mí el cine me salvó en el verano de los 15. Y antes y después. Cuando viera por donde viera, era como verlo por primera vez. A los 20 me salvó el karaoke. Mi karaoke, que es como un refugio de luz en el callejón más sórdido.

Y aunque cada vez lo frecuento menos, siempre que me junto con mi gente de siempre acabamos allí, como una especie de ritual mágico.

Ahí se juntan toda clase de ángeles que se rinden a la melodía de la noche. Borrachos olvidándose de guerras y mártires, prostitutas que sueñan con ser princesas, melancólicos entonando viejas glorias o parejas que se dedican boleros de amor.

A esas horas donde la luna brilla alta por encima de oficinas y rascacielos, coinciden el que imita la voz desgarrada de Sabina en “Pongamos que hablo de Madrid”, la chica que canta “El hombre al piano” de Ana Belén, Rocío Jurado, Perales, Ella baila sola o Mónica Naranjo.

Y a modo de respuesta, ésta es la revelación que les debo… la infinita necesidad de observarlos.

Su iluminación tenue, los sofás desgastados y ese olor a tabaco, laca y alcohol, hacían del karaoke un faro en el mismo centro del océano. Y yo me siento igual que cuando tenía 15 años, perdida pero segura.

Así que cada vez que vuelvo al karaoke, a ese faro, doy gracias con la boca contra los focos, y en ese momento me parece que mientras canto, sostengo entre mis labios la punta asustada del mundo.

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@LuciaLodermann