Cuando mi segunda hija tenía algo más de un año acudí, por primera vez en mi vida, a la consulta de una psicóloga.

Me encontraba sobrepasada, frustrada y esto afectaba a mi relación con mis hijos e incluso con mi pareja, pero no tenía ni idea de cómo gestionar lo que me ocurría ni mucho menos de cómo ponerle solución.

En aquella primera consulta me deshice de unos cuantos demonios y confieso que lloré.

Lloré mientras le contaba a la profesional que acababa de conocer cosas que no había hablado con nadie, que me avergonzaban y que me costaba horrores admitir.

En aquel momento no tenía ni la más mínima idea de que mis problemas, en gran parte, se debían a que sufría el síndrome de la impostora en la maternidad.

Lo descubrí en la segunda sesión, de forma sutil y con una pregunta de lo más inocente.

Le había comentado en varias ocasiones que no entendía por qué me superaba la situación si yo tenía la suerte de que mis hijos comían bien y dormían toda la noche; que conocía madres que apenas descansaban, o que se pasaban el día intentando que sus niños probaran bocado, y eran mujeres felices y funcionales.

Entonces ella me preguntó: ¿Por qué te comparas con otras madres?

Y a continuación añadió: ¿Crees que tu comportamiento estaría más justificado si tus hijos no te dejaran dormir o no comieran?

Me quedé en silencio, sorprendida y buscando una respuesta que no encontraba.

Reconozco que me pasé días enteros a vueltas con el tema para llegar a la conclusión de que la psicóloga —qué sorpresa…— tenía razón.

Me comparaba con otras madres constantemente.

Comparaba mi gestión de la maternidad con las de mis amigas, otras mujeres de mi entorno y hasta con las que veía en Instagram.

Y yo siempre salía mal parada.

Si es que, en esta sociedad en la que vivimos, ¿cómo no vamos a caer muchas en el síndrome de la impostora?

Foto de Sarah Chai en Pexels

Si ya desde que nos quedamos embarazadas empiezan a bombardearnos con la idea de que necesitamos supervisión constante, porque no somos capaces de cuidarnos y no sabemos lo que nos conviene y lo que no.

Y con la llegada del bebé, apaga y vámonos.

Recibimos opiniones de todo tipo y de personas sin más autoridad al respecto que la que nosotras mismas les otorgamos.

O de otras que se supone que la tienen, pero cuyas opiniones/consejos/directrices difieren totalmente entre sí, ¿cómo hacemos para saber cuál es la buena?

Acudimos a fuentes externas en lugar de seguir lo que nos dice el cuerpo, porque no nos fiamos ni de nosotras, ¿cómo vamos a fiarnos del instinto?

Es difícil cuando todo el mundo se siente en disposición de darte consejos sin que se los hayas pedido. Ya no solo tus seres queridos, que se entiende que al menos lo hacen por tu bien, sino cualquiera con el que te encuentres.

 

Ese bebé tiene hambre.

Abriga al niño, mujer, que lo tienes muy destapado.

No lo tengas tanto en brazos.

En esa silla no puede estar tanto tiempo.

No debería comer eso.

Dale tal cosa, ya verás como coge peso.

 

En el caso de las que trabajamos fuera del hogar todo empeora todavía más cuando nos reincorporamos a nuestro puesto.

A nadie le importa que tengas un bebé, debes seguir siendo la misma de antes y se espera de ti la misma entrega al 150 %.

Da igual si te es imposible conciliar. Conciliar… ¿eso qué es?

Foto de Sarah Chai en Pexels

Sin embargo, tú eres solo un ser humano que no llega a todo, a la que la impostora que lleva dentro le susurra continuamente que las demás sí lo hacen.

Porque ambas, la impostora y tú, veis a otras que tienen no uno, sino dos bebés, y son capaces de llegar puntuales y sin manchas de leche en la blusa.

A otras que tienen tres niños mucho más seguidos que los tuyos y sacan tiempo para ir a cortarse el pelo.

Algunas que siempre están de buen humor y con el rostro relajado.

Otras que tienen el salón recogido y las camas hechas a diario.

Esa compañera a la que ascendieron el mismo año que tuvo a su bebé.

A tu amiga la que a los dos meses de dar a luz volvía a lucir vientre plano.

Y un largo, largo etcétera.

Tenemos que decir basta.

Basta ya de comparaciones y de críticas.

Sobre todo, las que nos hacemos nosotras solitas.

No somos la madre perfecta, pero las demás tampoco, simplemente porque no existe una madre perfecta como tal.

Somos todas diferentes, todas cometemos algún que otro error y todas lo hacemos lo mejor que podemos y sabemos.

No pasa nada si nuestro reflejo no nos devuelve la imagen maravillosa que vemos en el de las demás, ni en ese espejismo que son las redes sociales.

Nos equivocamos, perdemos la paciencia, hacemos malabares para terminar abarcando menos de la mitad de lo que nos exigimos y no nos parecemos a la madre que soñábamos ser, es posible.

Pero somos buenas, somos válidas y las mejores madres para nuestros hijos.

No deberíamos exigirnos más que llegar a lo que queramos llegar ni permitir que nadie nos ponga metas que no deseamos.

 

 

Imagen destacada de Sarah Chai en Pexels