Quiero compartir con todas vosotras una experiencia tan dura que hasta me cuesta plasmar en palabras: el trance de atravesar la enfermedad grave de un hijo, por si puede servir como apoyo a las familias que pasen por la misma situación y se puedan sentir identificadas con este texto:

Todo empezó cuando me di cuenta de que mi hijo de seis años recién cumplidos llevaba tiempo demasiado cansado a pesar de dormir bien durante las noches, y también con más sed de lo habitual.  Al principio no le di demasiada importancia, estábamos en pleno verano y quise creer que quizás su fatiga y sed excesivas eran debidas al calor.

Cuando el verano acabó, comprobé que no mejoraba y, para colmo, empezó también a perder bastante peso.  Esto es lo que realmente me puso en alerta y decidí llevarlo al médico.

El pediatra mandó realizar los análisis y pruebas pertinentes, cuyos resultados no habría esperado de ninguna de las maneras: yo suponía que, como mucho, tendría alguna anemia o cualquier otra afección leve.  Hasta que recibí la noticia que cambió nuestras vidas para siempre: mi hijo tenía una diabetes tipo 1.

Con el diagnóstico definitivo, entré en negación.  Me parecía increíble, como si todo se tratara de un mal sueño, como si esto realmente le estuviera sucediendo a otra persona y no a mí.  Durante unas semanas, anduve como un zombie que ni siente ni padece, recuerdo toda aquella época como difuminada, viviéndola casi desde fuera, en una extraña sensación de irrealidad.

 

Me convertí en una especie de un robot que ni sentía ni padecía…

 

Mientras tanto, todas las personas de mi entorno me felicitaban por lo fuerte que demostraba ser, por lo bien que lo llevaba.

Pero conforme fueron pasando los días y en nuestra rutina se iba haciendo patente el cambio de vida que este acontecimiento había supuesto para todos, empecé a sentir que se me caía el mundo encima. Nunca me hubiera podido imaginar que mi hijo, tan pequeño, padeciera una enfermedad crónica.  No podía creer ni aceptar que tuviera que sufrir algo así y cargar con ello el resto de su vida.

No era justo. Había días en que me sentía triste, impotente,  temerosa, culpable. Me torturaba preguntándome por qué le había tocado a él, a nosotros, qué es lo que habría hecho mal yo y cómo iba a ser su vida a partir de ahora. Y al mismo tiempo, intentaba guardar las formas y mantenerme fuerte de cara a la galería, sobre todo ante él.

 

La pregunta eterna era: ¿POR QUÉ?

 

Fue un shock, no solo para mí, sino para toda la familia, ya que no había antecedentes de esta enfermedad y no sabíamos nada al respecto.  No teníamos ni idea de qué era, del por qué ni de qué iba a pasar con el niño.

Su pediatra me intentó tranquilizar asegurándome que su enfermedad no era culpa de nadie, que era causada por factores genéticos y ambientales desconocidos. Y que ahora lo importante era iniciar una nueva rutina de vida para que la diabetes estuviera controlada.

Al principio fue difícil adaptarse a los cambios que esto supuso en nuestro día a día: las visitas médicas, controlar el azúcar, las dosis de insulina, la dieta, el ejercicio… Todo era nuevo y teníamos mucho miedo.

Pero con esas rutinas, empecé a tomar contacto con la realidad. Busqué información, otros especialistas, segundas opiniones, terapias complementarias y alternativas.  Si la medicina tradicional aún no había llegado a encontrar la solución definitiva a este problema, yo lo haría.

No quería aprender a vivir con esa enfermedad de mi hijo, quería que desapareciera, que todo volviera a ser como antes.  Me negaba a aceptar que esto que le pasaba a mi niño fuera permanente.

 

 

Pero después de muchas decepciones, al comprobar que ninguno de esos desesperados intentos daba resultado, poco a poco fui aceptando la situación y saliendo del pozo…

Aprendí sobre esta enfermedad (nos hicimos expertos todos), sobre lo que podía y no podía comer, cómo medir su nivel de azúcar y qué hacer si era demasiado bajo o demasiado alto.

Me di cuenta de que mi hijo podía vivir una vida sana y normal si seguía su tratamiento y se cuidaba.

Fue él el que me dio toda la fuerza y, sobre todo, el mejor ejemplo.  Siempre ha sido un campeón. Rápidamente se acostumbró a su nueva vida de forma totalmente natural, sin quejarse ni hacer dramas por ello, sin sentirse limitado a pesar de todo.

 

 

Mi hijo es un niño alegre y valiente, que disfruta de la vida y de sus amigos, de sus intereses y sus sueños. Sabe que tiene una enfermedad crónica, pero ya os digo que no se rinde ni se lamenta. Al contrario, lo ha naturalizado y trata de sacar lo positivo de todas las cosas.  Ha desarrollado su capacidad de resiliencia, su sensibilidad y empatía.  Quiere ser médico cuando sea mayor y así ayudar a otros niños que se encuentran en la misma situación.

No os voy a mentir: tener un hijo con una enfermedad crónica es duro, pero tampoco es el fin del mundo.  Te hace ver la vida desde otra perspectiva, apreciar cada pequeño instante y darle el valor a las cosas que verdaderamente lo tienen, relativizando y filtrando todas las tonterías superfluas que nos amargan y que en realidad son intrascendentes.

Se aprende a convivir con ello, aunque sea un trance que cambia la vida.