Cuando todo este extraño proceso empezó… me hice promesas. Muchas. 

Algunas, inverosímiles y de difícil cumplimiento; otras… a las que decidí aferrarme como un mantra. De las que me he negado a despegarme en estos meses.

Me prometí que pasaría el encierro según yo, sin que los métodos y maneras de otros me supusieran un reto, envidia o hicieran que entrara en disputa conmigo misma y mis capacidades. Daría lo máximo de mí, sí. Pero I did it my way; y de ahí no me sacaría nadie.

Me prometí que no dejaría de pintarme las uñas de los pies de colores chillones; porque es algo que siempre ha ido acorde a mi personalidad. Que mantendría mis rutinas, incluso si levantarme pronto los días en que tener propósitos consistía, básicamente, en hacer la colada y enviar un par de mails; carecía de sentido.

Me prometí que me permitiría echar de menos. Y llorar. Y ponerme mi camisón de Harley Davidson para deambular por la casa como un alma en pena si eso es lo que me pedía el cuerpo.

Pero, sobre todo, ante todo… me prometí que, si no me contagiaba; si ninguna de mis personas allegadas se veía afectada, ni moría… yo VIVIRÍA.

Y no, no hablo de la nueva normalidad, porque me parece que ese es un concepto erróneo del que vamos a tener que ir desprendiéndonos, ya que no va a llevarnos a ningún sitio —¡y bastante encerraditos hemos estado ya, cojón! —por definición, “normalidad”, es algo que se entiende como estable. Común. Arraigado. Conocido. Y es una palabra que no casa nada bien con el adjetivo “nueva”.

Porque no, compis de pandemia; a esto, como a lo anterior, habrá que acostumbrarse. Ahora vamos a tener que desaprender mucho para instruirnos en cosas que nos son, todavía, ajenas; pero… ¡me parece un planazo! En serio. Tras lo ocurrido, creo que no hay nada mejor en el mundo, ni perspectiva más atractiva, que empezar. Que levante la mano la gente a la que no le guste estrenar. Un primer beso. Las sábanas el día de la puesta. Un sabor de helado recién llegado. O lo último en hamburguesas de McDonalds hechas por chefs súper internacionales.

Lo nuevo mola. Lo nuevo lo es todo. Lo nuevo, llena de entusiasmo, de alegría, de posibilidades. Y si, como yo, te hiciste promesas a ti misma, de esas que pesan más porque se susurraron en bajito, sin compartirlas con nadie; sabrás que lo nuevo, también, da esperanza. Y esa sí que es una palabra que debería entrar en la normalidad, para que no nos falte nunca.

Me prometí que no me limitaría a sobrevivir. Que no dejaría que la ansiedad o la angustia pudieran conmigo. Que no me liaría la manta a la cabeza, sería consecuente y haría las cosas bien. Que escucharía a los expertos, esperaría hasta que dieran el visto bueno y cumpliría con los requerimientos. Eso último, por supuesto, lo prometí también al resto del mundo. A toda la gente que pudiera cruzarse conmigo. A mis conocidos y allegados. A mis amigos y amantes. A mi familia. A los perfectos desconocidos con quienes comparta transporte público, mesa de terraza o probador de tienda.

Me prometí que viviría. Y que lo haría de nuevo. Que no tendría miedo. Que no permitiría que el exceso de celo o autopreservación me privara de ser la persona que era antes… y una mejor. Que degustaría cada bocado como el último, que reiría sin esperar a haberme tragado el sorbo de vino. Que no pospondría planes por pereza o por tonterías como creer que no tengo nada que ponerme o que permitirme otro capricho entre semana está completamente descartado.

Me prometí que no daría por sentado ni aquello que puedo comprar con el fruto de mi esfuerzo, ni las cosas que no se pagan con dinero. Que abrazaría más. Que levantaría más veces la carita al sol cuando este me diera con toda su fuerza a mediodía. Que besaría sin pudor. Que abriría los brazos y gritaría dentro del casco cuando paseara en moto. Que probaría sitios nuevos. Que me arriesgaría.

Me prometí que no lamentaría el tiempo perdido, sino que daría gracias porque tengo salud y fuerzas para retomarlo justo donde lo había dejado, pero con más ganas. Con más sonrisas. Con más apetito. Con más pasión. Con más empuje.

Me prometí que viajaría. Que sería feliz con lo que tengo. Que no dejaría nunca de porfiar más. Que me enamoraría. Que gemiría alto. Que no me sentiría avergonzada de las cosas que me quedan por aprender… y que lo gozaría todo enseñando las que ya controlo.

Me prometí no tener susto de la vida que ahora me espera; y ser consciente de que eso, la vida, los días, lo normal, lo nuevo, lo cotidiano, las cañas al sol, las tapas de noche, los ligues desastre, las citas de película, lo desconocido… son un lujo que no quiero perder. Algo precioso a lo que no pienso renunciar.

Cuando esto pase, me prometí… que todo lo que he contado, no lo voy a intentar. Lo voy a hacer. Lo voy a conseguir. Voy a vivir. De verdad.

 

Romina Naranjo