Un cuerpo es como un árbol, una pequeña semilla que va creciendo poco a poco, que florece con el paso de los años, y que extiende sus raíces a lo largo de la tierra.

Esas raíces son las que se ven en tus muslos, en tus caderas y en tu barriga… Son esas que se deslizan a lo largo de tus glúteos y en verano se hacen notar con su blancura.

Las que te recuerdan que has crecido, y no solo como persona. Que detrás de cada una, hay un tiempo y un lugar diferente. Una historia que contar.

Entonces, ¿Por qué esos complejos y esas ganas de esconder lo que tu cuerpo quiere que recuerdes? Quizás es porque a veces, esos recuerdos no son como te gustarían, y quieres borrar esos cambios que parece que ya han dejado huella.

Tu primer tatuaje, y no era el que esperabas. Ni una frase bonita, ni el nombre de tu abuela… Uno que tú no has elegido y que está en el lugar que menos te interesa. Ese del que más que presumir con tus amigas, escondes debajo de la ropa por vergüenza, aunque sea verano y no soportes el calor de la tela. Pasa el tiempo, y cuánto has crecido. ¿Cuántos tatuajes indeseados recorren ya tu piel? Más de los que puedes contar si cabe. 

Pero ahora ya no te avergüenzas, a veces incluso presumes de ellos. Como cuando fuiste madre de un niño precioso y engordaste más de lo que tu médico te había aconsejado. Pero ya te daba igual… Porque tú felicidad ya no se ve afectada por ello.

Ayer me miré al espejo, y vi otra raíz que ha querido marcar otro momento importante para mí. Quizás no me gustase su aparición, más bien fue una sorpresa. Sé que ha venido para quedarse así que, ¿Para qué machacarme? Además, estas han sido gratis.

 

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