Hace poco aprendí el concepto de ‘responsabilidad afectiva’. Viene a significar que, al estar en una relación, ambas partes deben asumir el efecto que sus acciones tienen en su pareja, actuando con empatía y respeto. Desaparecer durante un mes y aparecer después como si nada no suena mucho a responsabilidad afectiva, ¿verdad?

Mi ex era mucho de desaparecer. Lo habitual era que lo hiciera los fines de semana, que era cuando más gramos de coca se metía.

Llegaba el viernes y yo me ponía mala. Me bajaba la energía, me dolía el estómago. Temía que ese fuera el fin de semana en que mi novio muriese de sobredosis.

sobredosis

Durante dos días, incluso tres, no sabía nada de él (y casi lo prefería). Y llegaba el lunes y todo volvía a la normalidad. Os podéis imaginar lo agotador de una relación así.

Pero lo peor vino en el último mes. Completamente inmerso en una espiral de drogas y estando de baja en el trabajo, decidió pasar esos supuestos días de descanso entrando y saliendo de una casa de putos. Yo estaba tan cegada que los primeros días incluso iba a visitarlo. Los dos chicos que gestionaban la casa, es decir, los putos, eran personas encantadoras, y lo escribo sin un ápice de ironía. Amabilísimos, divertidos, atentos.

Pero aquello no hacía desaparecer el hecho de que, mientras hablábamos de series de Netflix en el salón, en la otra punta de la casa una chica estaba vendiendo su cuerpo a algún degenerado que, seguramente, tenía mujer, hijos y estaba metido en política.

Después de un rato de duración indeterminada, la chica salía de aquella habitación llevando sólo un tanga minúsculo y acompañaba al susodicho a la puerta para despedirlo. Mientras, yo intentaba fijarme mucho en las baldosas del suelo para no ver una imagen que tardaría mucho en borrar de mi memoria.

sorpresa

Cuando el asqueroso cliente ya no estaba, la chica contaba a carcajada limpia cualquier anécdota de su ‘servicio’, como que le había chupado fatal el coño o que tenía la polla pequeñísima.

Al mismo tiempo, el que todavía era mi novio se metía cualquier cosa en cualquier rincón y empezaba a hacer movimientos espasmódicos, decir frases sin sentido y alucinar con cosas que sólo él veía.

Y yo, víctima de mí misma y de las heridas de infancia que me llevan a aceptar lo inaceptable sólo por recibir unas migajas de amor, no era capaz de irme dando un portazo.

Tras un par de episodios así, mi ex dejó de escribirme durante un mes (creo que los momentos de sobriedad cada vez eran menos y más cortos). Mientras yo, poco a poco, iba siendo consciente de lo que había permitido y redescubría el placer de estar sola, de no tener que cuidar de nadie, de no hacer lo que no me apetece hacer.

Os imagináis lo que pasó cuando reapareció, ¿no? Ahora, incluso, le agradezco a aquella casa que me terminara de abrir los ojos.