Una de mis amigas accedió a abrir un perfil en Tinder durante una cena en su casa. Se sintió persuadida por otra de las presentes, que se pasó media noche contando sus aventuras en la aplicación, así que terminó muerta de la curiosidad. La ayudamos a elegir las fotos, una frase más o menos potente y, entonces, comenzó la “diversión”.

Tanto la neófita en apps de citas como las casadas, desconocedoras de esas nuevas técnicas de ligoteo, terminamos absorbidas por el adictivo gesto de deslizar con el dedo. En algún momento hubo tres o cuatros cabezas alrededor de una pequeña pantalla decidiendo si el chico que sonreía en la foto de rigor, candoroso, era o no merecedor de un “Me gusta”. Los comentarios no podían ir más allá del físico o de su frase, porque otra información no teníamos de ninguno: “Uf, este no”, “Madre mía, vaya nariz”, “Otro calvo no, por favor”, y así hasta la madrugada.

¿Una cruel diversión?

Lo cierto es que Tinder nos hizo la noche. Nos brindó salseo cuando encontramos al ex de una amiga, que no estaba presente en aquel momento, y también al descubrir a un chico que, presuntamente, tiene pareja. Pero, sobre todo, nos dio para debate.

En algún momento, mencioné lo cruel que me parecía seleccionar a personas como si fueran ganado. Ni eso, porque estoy segura de que, para examinar un pollo, se necesita más tiempo del que mis amigas estaban empleando en descartar o no a aquellos chicos. No es cuestión de hipocresía, ya sé sobre la importancia que damos al físico por cualquier vía, presencial u online. Pero aquella velocidad al deslizar, sin llegar siquiera a la segunda foto, llegó a provocarme remordimiento.

Hija, eso es así. Cuando estás en la discoteca, ¿te quedas hablando con el feo?

Será que yo nunca he sido de las que tenían tres o cuatro para elegir cada sábado noche o, simplemente, no doy tanta importancia al físico. Pero puedo decir que nunca he dejado de hablar con nadie solo porque no me gustara su aspecto. Mucho menos ser borde con él.

Personas y no bots

En aquel breve contacto indirecto que tuve con Tinder, pude constatar los riesgos de problemas de autoestima que tiene la aplicación, junto a otros muchos que ya han señalado las/os expertos/as. También hay un desajuste de expectativas: todo el mundo cree que el resto de usuarios/as solo busca follar, lo que banaliza el acto de selección. “Da igual deslizar y deslizar, si total, es lo que todo el mundo hace. Todos tratan a los demás como mercancía consumible o no”.

Resulta que, aquí la culminación de la historia, mi amiga conoció a un chico a través de la app con el que empezó a salir. A día de hoy, viven juntos y esperan un hijo, luego no, no todo el mundo va buscando únicamente sexo.

Esto no es una cruzada contra Tinder, que tiene su utilidad para conocer gente en un contexto de escasez de tiempo. Me preocupa en general, y no solo en las apps de citas, la deshumanización de las redes sociales. No tener a una persona delante nos hace olvidar que está ahí, como si tratáramos con bots y no con personas. Ya ni siquiera hay que esforzarse en un rechazo más o menos educado, como en las noches de discoteca.

A. A.