La primera vez que lo vi me maravilló. Lo recuerdo ahí, serio y formal mientras sostenía entre sus dedos un botellín de cerveza. Él, completamente impasible a mis miradas, atendía a la conversación de su grupo de amigos ignorando por entero lo que a mí se me estaba pasando por la cabeza.
Eran las tres de la madrugada y hacía calor en aquel local.
Alto como una espiga, todo él sobresalía de entre la multitud. ‘¿En qué estará pensando ahora mismo?‘ indagué durante unos segundos sin darme cuenta de que mis acompañantes se habían percatado de que no le quitaba el ojo de encima a aquel chico.
Aquella noche fue la primera de muchas. Tropecé con el hombre alto de los sábados durante muchas semanas, y jamás me atreví a acercarme a él. No lo hice al menos hasta que un compañero de trabajo apareció para tomarse una copa con nosotras y se dio cuenta de que su primo, el entrenador de baloncesto, estaba allí mismo.
Lo vi sonreír mientras Félix le pedía que se agachara para saludarlo, y mi corazón bombeó a una velocidad de vértigo al ver que ambos venían hacia nosotras esquivando como podían a decenas de personas. Las mariposas de mi estómago se liberaron y un terrible cosquilleo me recorrió todo el cuerpo.
Lucas, el chico de los dos metros, el hombre pensativo e hiper atractivo, se mantenía a mi vera en completo silencio. Y una vez más, inconsciente de que lo hacía, fijé mi mirada sobre él. A los pocos segundos él se giró y para mi sorpresa me devolvió el gesto con una sonrisa encantadora. Todo era rarísimo entre nosotros, parecíamos dos adolescentes perdidos en esto del amor.
Pero dos cervezas después, y quizás un poco animados por un reggaeton que nos machacaba los oídos, Lucas acercó sus labios a mí para preguntarme si me apetecía tomar el aire con él. Y yo casi me vomito encima de la emoción.
El paseo nos llevó hasta mi casa y, allí mismo en el portal, entre un silencio de nuevo aterrador, me dejé de llevar elevándome de puntillas para regalarle un beso que me supo a gloria. Él me abrazó por la cintura e hizo de aquel tímido besuqueo un momento fogoso e intenso en toda regla.
Era un hombre sexy, súper enigmático y formal, pero respondía a mis caricias y a mis besos como si en su interior se escondiese el mayor tesoro sexual del mundo. Subimos a mi apartamento y en cuestión de segundos los dos estábamos desnudos apoyados sobre el aparador de la entrada.
Su espalda ancha, ese cuerpo interminable y esos brazos que me envolvían en cada revolcón… Lucas no me estaba decepcionando en absoluto. Ya en la cama me puse sobre él para regalarle la mejor de mis felaciones. Ambos estábamos muy calientes, la temperatura de aquella habitación rondaba los doscientos grados. Después él se puso sobre mí y yo abrí ligeramente mis piernas esperando que Lucas me respondiera con la misma moneda.
Pero entonces vi como se disponía a ponerse un condón y me penetraba con brío hundiendo su cara sobre mi pelo. Lo escuchaba gemir en diferido, sintiendo como me follaba cada vez más rápido, dejándose llevar por su excitación, olvidando por completo que yo también estaba allí. Pocos minutos después terminó ese polvo en el que yo no me había ni acercado al orgasmo. Él se tumbo a mi lado y me dio un tímido beso sin dejar de mirarme.
Y entonces ese Lucas silencioso y misterioso comenzó a hablar. Sin venir a cuento y mientras ambos continuábamos desnudos sobre la cama, se abrió a mí para contarme lo mucho que se alegraba de que aquello estuviese pasando. Enlazando su felicidad con la tristeza contenida con la que había vivido hasta entonces, víctima del desamor y de las relaciones fallidas. Yo lo escuchaba descolocada y algo incómoda por lo extraño del momento. No sabía qué contestar, aunque él no necesitaba respuestas. Se acurrucaba a mi lado y proseguía liberando palabras una detrás de otra.
Casi dos horas después conseguí hacerle saber que necesitaba dormir, él recogió sus cosas y se dirigió a la puerta. No sin antes pedirme mi número de teléfono. Juro que valoré la posibilidad de pasar de él, pero al final me dejé llevar por la ternura… menudo error cometí.
Las siguientes semanas fueron el colmo de mi paciencia. Llamadas, mensajes, llamadas de nuevo. Lucas parecía haber encontrado en mí al amor de su vida, y lo cierto es que a mí aquel muchacho me había decepcionado una barbaridad. En un alarde de positividad decidí volver a quedar con él, quizás otro polvo (ahora sin alcohol de por medio) me hacía ver las cosas de otra manera. Pero no.
Repetimos hazaña en su casa, en su espacio. Y para más inri opté por no llevar la iniciativa en eso del sexo oral. Llegó a pedírmelo con un ‘chúpamela como tu sabes‘ que me sonó a vulgar por todas partes, y una vez más, sin apenas acariciar mi entrepierna me folló al estilo misionero y a su ritmo, no al de ambos.
Me había pasado horas y horas escuchándolo quejarse de lo dura que era su vida, aun teniendo un trabajo fantástico y una rutina maravillosa, daba la impresión de que para Lucas nada era suficiente. Cualquier nimiedad valía para que descolgase el teléfono y me llamara preguntándose por qué todo le tenía que ocurrir a él. Jamás se preocupaba por mí, o por mi día, o por qué estaba tan seria. Yo para él parecía ser un coñito que follarse y unas orejas que taladrar.
Algo más de un mes soporté a Lucas y a sus polvos egoístas. Dejó de ser el chico alto y sexy del bar, al pedante aburrido que se llevó toda mi energía en una mierda de relación. Tóxico, esa es la palabra, y yo este tipo de venenos… ni beberlos.