Se puede decir que soy más de barrio que los columpios y vamos, que en mi zona me conoce hasta la paloma del parque. 

Después de una ruptura horrible en la que Netflix y el chocolate fueron mis aliados, decidí volver al ruedo, pero nunca imaginé que fuera de aquella manera. Como a la mayoría de nosotras, o eso creo, los uniformes son una perdición, aunque nunca pensé que me pasaría con el uniforme de un supermercado.

El chico del que os hablo, llamémosle Paco, era cajero del super de al lado de mi casa por lo que le veía día sí, día también. Estando yo con mi novio, Paco ya me había lanzado alguna que otra miradita, y aunque yo estuviera en pareja, seguía teniendo los ojos en la cara para visualizar bellezones de vez en cuando. Este no lo era, pero me tenía un rollazo.

Llamadlo X.

Paco sabía que yo tenía novio, pero aun así no se cortaba un pelo. Al poco tiempo nos hicimos amigos en Facebook, pero sin más. El día de nochebuena me felicitó las fiestas. No tardó ni un minuto en decirme que si no tuviera novio ya me estaría tirando «los trastos» según él; desde mi punto de vista no le sobró ninguna ficha del póker en el maletín para tirarme.

Obviamente yo tiré mi ficha también y le dije que ya no tenía novio, a lo que poco más y me monta una fiesta. Hizo el paripé de que lo sentía y todo ese rollo, y volvió al ataque en cero coma. Al final, acabó dándome su número para hablar por Whatsapp y como a mí me gusta más el salseo que otra cosa… Le hablé. Total, que, aunque yo no estaba cien por cien segura de quedar con él ya que yo no tenía ni 20 años y él tenía 30 y eso me acojonaba un poco, al final lo hice.

Os contaría que fue el polvazo de mi vida. No.

Básicamente, quedamos para follar. Yo pensaba que tomaríamos algo antes, pero no. Pim,pam y fuera. Por aquel entonces pensaba que los treintañeros follaban que daba gusto ya que, a más edad, más experiencia. Pues va a ser que no.

Quedamos en su casa por la noche, que al final resultó que vivía con sus padres y estaban en casa por lo que me subió al trastero que estaba en la última planta del edificio. Ahí, con un colchón en el suelo y con una barra de luz parpadeante como la de los hospitales, lo hicimos. Y lo peor de todo no era el lugar, lo peor era QUE NO SE CALLABA.

Chicas, no sé vosotras, pero yo para eso necesito concentración. No sé si Paco se creía actor porno o qué, pero real que cada vez que sale el tema con mis amigas lloramos de la risa. Cosas como «Te gusta eh» «Así, así»  «Dámelo todo». En fin, en cuanto acabamos (que no tardamos mucho aún por encima) salí corriendo por patas.

Podría deciros que no le volví a hablar e ir de digna por la vida, pero la verdad es que no. Ese señor fue mi buen parche durante 6 meses de mi vida. Lo bueno es que a medida que quedamos mi mente desarrolló una técnica ancestral para ignorar sus palabras y centrarme en el folleteo, que, sorprendentemente fue a mejor y al final no lo hacía nada mal (eso que me llevo).

Ya era costumbre mandarnos un WhatsApp de «¿Te cunde?» sin complicaciones ni nada, sabíamos a lo que íbamos. Era como mi pizzero particular, le mandaba un mensaje y en media hora lo tenía calentito en la puerta.

Al final cambiamos su trastero cochambroso por su coche, que, aunque no era enorme, era mucho mejor que ese zulo. A lo largo de esos seis meses aprendí más sobre coches que un estudiante de mecánica. Cogí una técnica en no clavarme cosas que no debía y aprovechar cada mínimo rinconcito. El día que me empotró en el capó de su Audi vi las estrellas, literalmente.

Estábamos en medio de la nada una noche de verano y entre sonido de ola y ola me salió la cantante de ópera que llevo dentro, que si túmbate boca arriba, que si apoya las manos…Y ya cuando se bajó al pilón… Madre mía Paco, madre mía. En el fondo tenía un Christian Grey interno que me ponía más burra que otra cosa (sí, esos libros han hecho mucho daño). Después de ese polvazo me llevó a por un McFlurry y me dejó en casa, y entre el polvazo y el helado dormí como una reina.

A día de hoy Paco y yo somos amigos, pero el día que quiera otro heladito, ya lo dice el refrán: «El cajero siempre llama dos veces».

Yoliconguito.