Queridas, pocas cosas hay mejores que una buena comida de nuestro parrús. Me encantan los paseos por el parque, los atardeceres (para el amanecer tengo demasiado mal humor), pero donde esté una buena bajada al pilón bien hecha, que se quite todo lo demás. Qué queréis que os diga, soy de placeres sencillos. 

Pues este follodrama trata precisamente de eso, aunque creo que el chico no se esperaba el «final feliz» que le dediqué. El preludio es muy típico: chica conoce chico en una app, se gustan, quedan para tomar algo y suben a casa de uno y otra para el fornicio. En este caso fui yo quien le abrió las puertas de mi dulce hogar, y las de mis piernas, dicho sea de paso. 

Ni siquiera pasamos por el sofá: nos morreamos de tal modo y nos metimos mano de unas formas en el ascensor, que cuando entramos en la casa, podíamos haber fundido las paredes de lo calientes que estábamos. 

En un momento dado me hice la damisela coqueta y le conduje con timidez al dormitorio (¿por qué? si ya nos habíamos tocado todo lo tocable). El caso es que me tira sobre la cama cual vikingo salvaje, y yo dando palmas porque me había tocado un rey empotrador. Me besa, me acaricia… Todo iba a las mil maravillas. Hasta que, maldita mi suerte, decide que me va a hacer gozar como loca con una buena comida de mis bajos morenos.

Y madre mía, qué arte, qué lengua, qué movimientos. Estaba yo que explotaba. Efectivamente lo hice, en toda su boca para mi disfrute y el suyo, y de repente sentí un relax magnífico. Pero no solo se relajó mi mente, amigas. Malditas tapas al ajillo que me comí antes de llegar, las maldeciré el resto de mi existencia, porque mi cuerpo se relajó tanto que mi esfínter decidió que era su momento de gloria. 

Yo no sé si fue lo bien que lo hizo, que mi digestión no iba como tenía que ir o qué demonios pasó, pero en plena corrida mi culo decidió abrirse y expulsar gas como si no hubiera un mañana. Que le peiné el flequillo, vamos.

Lo peor no fue eso, sino el tufo a ajete del bueno que impregnó la habitación. Me dio tal vergüenza que me cubrí con las sábanas cual puritana, sin atreverme a decir nada. No podía, no me salía. El chico, que hasta entonces tenía un calentón considerable, se levantó, abrió una ventana y fue al baño en silencio. Después de esa cita no volvimos a llamarnos.

Así que, chicas, ya sabéis: cuando os coman los bajos, no probéis los ajos.

Ega