Holi a todxs!

Hoy vengo a contaros uno de mis dramas así, porque sí. Bueno, no voy a contarlo así de bote pronto, claro. Primero me presento y explico qué estoy haciendo aquí (cuando lo cuente, ay chicas –voy a hacer un pequeño inciso: os voy a llamar chicas porque me sale sí, sé que esto lo puede leer también alguien de género no femenino, pero mira chica así está la cosa– o me matáis o me amáis): tengo diecinueve años de drama para dar y regalar y tiempo libre entre clase y clase.

A ver, yo soy una niña muy simple (en el bueno sentido de la palabra, sabéis, que no suelo tener grandes problemas en mi vida) pero me alimento de drama. Soy de letras, letras puras y duras, la tragedia, la dramatización de las acciones más simples guía mi vida (ya lo veréis).

He hecho una criba de los momentos dramáticos más recientes de mi vida y he decidido empezar por uno picarón. Esta es la historia de mi fatídico intento de perder la virginidad con mi mejor amigo.

Bien, os pongo en situación: fin de semana los dos solos, piso de estudiantes, a 500 km de casa… ¿Qué podía salir mal? Vale, spoiler: TODO. Yo tenía muy claro mi objetivo: dejar de ser mozuela, usar mi tarjeta V, reventar mi cereza. Llámalo como quieras, todo tiene el mismo final: adiós querida virginidad. El primer paso fue escoger al candidato ideal. Esto parecía muy fácil: mejor amigo (unos cuantos años mayor y con muchos rollos serios y esporádicos en su haber, guiño guiño), confianza absoluta el uno con el otro, ninguno de los dos le da mucha importancia al tema de la gran V.

Elegido el candidato tenía que crear la situación ideal. Esto fue fácil, lo admitiré, solo tuve que decir (y esto es cien por cien real, no está dramatizado por mi teatral mente): “bueno, yo creo que en mi cama cabemos los dos, ¿no?”. La respuesta fue “y si no cabemos nos apretamos, no te preocupes.”. Después de esto, como comprenderéis, mis bragas estaban en Cancún. El tercer y último paso era escoger el día y la hora perfectos para culminar mi creación: nuestra última noche juntos. Era perfecto: ocurría lo que tenía que ocurrir (tiki tiki, tuku tuku) y cada uno se iba para su casa sin mayor drama (también os daréis cuenta de que no hay nada que me guste más a mí que irme por patas de los problemas).

Obviamente la situación se descarriló y nada siguió mi rígida (y muy lograda) planificación. Primera noche, oscuridad total, cinco de la mañana (y si te ha venido a la cabeza la canción de Obsesión te felicito: te has metido en el papel), te hago cosquillas en la espalda, tú me las haces… nos liamos, claro. Hubo unos segundos de drama entre mi demonio interior, que ya gritaba mientras agitaba las bragas por encima de su cabecita y bailaba bajo una lluvia de condones sabor chocolate, y el ángel que solo repetía “aún os quedan dos días juntos, idiota”. Ahogué al ángel y me puse a bailar (sin bragas) con el demonio. Fue la mejor  peor decisión que pude haber tomado.

Fue un drama absoluto: después de diez minutos besándonos, REPITO, DIEZ MINUTOS, empezó a meter y sacar el dedo de mi vagina y a hacer cosas con mi clítoris que hicieron que yo saliese por completo de la burbuja de lujuria en la que me había metido de cabeza de la mano de mi demonio y me preguntase qué estaba haciendo yo con mi vida, con lo feliz que soy con mis dedos. Pues bien, no sé cómo fue, no sé si fue por inspiración divina o yo que sé pero mi mente conectó con mi clítoris una vez más y yo ya estaba como ah sí, oh, ahí dale cuando paró, me miró y dijo… “¿Has llegado ya, no?” Juro que escuché como mi corazón se rompía en pequeños pedacitos. ¿Cómo iba yo a acabar si solo enviaba mensajes en morse con mi clítoris y yo no era el receptor de ese mensaje? En fin, que mi mente destrozada solo dio de sí para apagarse y susurrar un “bueno, buenas noches”.

Que sí, que lo sé, que no tenemos que avergonzarnos por pedir lo que queremos (lo que necesitamos) pero mira, chica, mis expectativas estaban a tres metros sobre el cielo y cayeron en picado. Y así fue mi primer intento de perder la virginidad. Terminó mal, obviamente: sin amigo, virgen y sin orgasmo. Ya me jodería tener que volver a pasar por ahí, pero chicas: de todo se aprende. Y de esto he aprendido algo, vaya que sí, que no soy yo una chica de planificar porque cuando lo intento me sale fatal. Así que… ¡a improvisar la vida!