El puente de octubre decidí hacer una escapadita romántica con mi ligue. Nos conocimos hace un mes pero la cosa iba bastante bien. ¿Ves cuando no puedes parar de hablar con alguien? Cuando te despiertas deseando darle los buenos días… Cuando te pasa una gilipollez y es la primera persona a la que quieres contárselo… Cuando estás enchochada, vaya. Pues así estaba yo.

Nos apetecía hacer el primer viaje parejil y el destino perfecto fue un pueblecito de Galicia. Ya sabéis, un finde perdidos entre carreteras con curvas, mucho verde y la humedad gallega. Fetén.

Llegamos, hablamos con la dueña de la casa, nos da las llaves, nos habla un poquito del pueblo, nos cuenta que tiene tres hijas, que una vive en Madrid y que igual la conocemos… Una señora fantástica. Y tras una hora de reloj con la señora gallega por fin nos quedamos a solas. No tardamos ni cinco segundos en quitarnos la ropa y empezar a darle al tema. Se hace de noche y más de lo mismo. Follisqueo por aquí, follisqueo por allá. Eso es lo maravilloso del primer mes de relación, que tienes ganas de follar hasta dormida.

Al día siguiente nos dimos cuenta de que el follar estaba muy bien, pero que igual debíamos hacer un poquito de turismo rural. Como el pueblo era minúsculo, lo más interesante que podíamos hacer era una ruta de senderismo, así que nos pusimos las botas de montaña y nos adentramos en la espesura. ¿Qué pasó? Pues que cuando llevábamos un par de horitas andando y paramos para comer, nos entró un calentón tremendo. No había ni Dios por la zona, así que nos bajamos los pantalones y me dio lo mío y lo de mi prima en medio de un verde bosque gallego.

El problema es que a la tercera envestida noto un pinchazo en la espalda. “Bueno, será una piedrecita”, pensé. Y no le di importancia porque estaba concentrada follando como una loca.

Pues no amigas, no era una piedrecita, porque al minuto empecé a sentir el dolor más atroz de mi vida. Me giro como puedo mientras el chaval me mira acojonadito y veo que se pone blanco. Efectivamente, tenía una picadura que me había dejado la espalda como la bandera de Japón.

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Y ahí estaba yo, en medio del amazonas gallego con los pantalones por los tobillos y la espalda en carne viva sin saber qué hacer y sin poderme poner de pie. Las 2 horas que tardamos en llegar al lugar del crimen se me hicieron eternas volviendo, y cuando llegamos al pueblo resulta que no hay médico de guardia. Nos tocó coger el coche en busca de un sitio al que ir, porque la cosa iba a peor.

Sigo viva. El médico me dio una crema y la hinchazón y la rojez desaparecieron. También se esfumaron nuestras ganas de follar en medio del bosque. Aun así, seguimos juntos y más felices que antes. Será verdad que las arañas dan suerte…

 

Pauleta

 

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