Follodrama: encerrados en el trastero por un polvo conejero

En mi época universitaria fui un finde de visita a casa del que era entonces mi novio. No a su piso de estudiantes, sino a su casa familiar. Llevábamos un tiempo sin vernos y estábamos que nos subíamos por las paredes, pero sus padres eran muy tradicionales y, no solo me tocaba dormir con su hermana, sino que debíamos tener la puerta del cuarto siempre abierta y demás. ¿El resultado? Dos veinteañeros cachondos como monos y sin una pizca de intimidad. 

trastero

Justo en esos días, el chico estaba haciendo una limpieza a fondo de su cuarto para deshacerse de chismes que ya no usaba, juegos de mesa, libros… Yo me puse a ayudarlo y, como había cosas de las que le daba pena deshacerse del todo, pensó en guardarlas en el trastero.

― Ah, pero ¿tienes trastero?

― Sí, arriba. Cada vecino tiene el suyo y es bastante grande, nos da mucho desahogo.

En ese momento yo lo miré, él me miró y… bueno, no era el más avispado del mundo, pero se hizo una ligera idea de lo que estaba pensando, así que le dijimos a sus padres que íbamos a subir trastos arriba, lo cual no les resultó nada sospechoso y p’alante. Nos cargamos de libros hasta las cejas y nos metimos un par de preservativos en los bolsillos con una mezcla de emoción y preocupación, porque tampoco sabía de qué espacio dispondríamos y si a los padres les daría por asomarse. 

Al llegar arriba comprobé que teníamos espacio de sobra para darnos un meneo y eso me tranquilizó un poco. Lo malo era que estaba lleno de polvo y los dos éramos alérgicos, así que no íbamos aguantar demasiado. Con ayuda de un taburete cogimos una postura apañada y nos dimos fuerte y flojo con la esperanza de que nadie subiera a buscarnos. Fue un aquí te pillo, aquí te mato, pero efectivo, tanto que tenía las bragas empapadas y estaba deseando subir para cambiarme y asearme un poco. 

trastero

Abrimos la puerta del trastero y, para nuestra sorpresa, nos encontramos con la puerta que comunicaba los trasteros y la azotea con el ascensor cerrada. Le dije a mi novio: 

― Venga, abre ya, que me quiero cambiar las bragas cuanto antes.

― No tengo la llave.

― ¿Cómo que no tienes la llave?

― Esta puerta siempre está abierta. Algún vecino habrá subido en lo que llevamos aquí y la ha acerrado. No tengo esa llave. Tengo de la azotea y del trastero. 

― ¿Cómo coño no tienes la llave? ¿Y si subes y está cerrado?

― Pues me bajo otra vez. Vengo dos veces contadas al año, yo qué sé. Habrá que esperar a que suban a por nosotros.

No, no cogimos los móviles. La cosa pintaba genial: yo con el chocho empapado sufriendo por la inminente infección, en una estancia polvorienta donde posiblemente hubiera cucarachas (vivas y/o muertas) y con los ojos llorosos de la puñetera alergia. Todo eso por un polvo de máximo 10 minutos porque la idea era no ser muy descarados. Vamos, que salió redonda la jugada. 

Le dije que abriera la puerta de la azotea para que al menos corriese aire en lo que venían a por nosotros. Era primavera, así que no hacía malo, pero estaba empezando a refrescar. Estuve muy tentada de orinar en una esquina de la azotea, pero al chico le daba pánico que justo en ese momento llegara alguien. Yo después de mear en tantos botellones estaba curada de espanto. Por suerte su padre se imaginó que algo iba mal y subió a rescatarnos. 

Diría que pude hacer pis con dignidad en su casa, pero lo cierto es que mi suegro me abrió la puerta en plena meada creyendo que estaba libre. Qué irónico todo. 

 

ELE MANDARINA