Este follodrama se remonta a mis tiempos mozos de universidad (que tampoco ha llovido tanto, pero me pongo nostálgica). Para no dar muchos detalles, yo estudiaba una ingeniería en Salamanca, ciudad universitaria por excelencia, y el tercer año de carrera conocí a un profesor que o había sido esculpido por dioses griegos o fue engendrado con mucho amor. Vamos a llamarle Miguel.

Desde el minuto 1 las chicas de la clase (que no éramos muchas, para qué mentir) nos enchochamos del susodicho. Los miércoles eran el mejor día de la semana porque teníamos clase con él, y en los descansos lo único que hacíamos era hablar de lo buenorro que estaba. Cosas de la juventud. Además, era un profesor de 10. Perfecto en todos los sentidos.

Aun así para nosotras era como El David de Miguel Ángel. Lo miras desde lejos, babeas un poco, pero no puedes llevártelo a casa y tampoco puedes ponerte a hacerle fotos para recrearte en tus momentos de soledad. Por no tener, no tenía ni redes sociales en las que buscar fotos suyas.

Pasaron los meses y un buen jueves salí de fiesta con mis compañeros de piso. Como ellos eran algo más mayores que yo, no solíamos ir a los mismos bares que el resto de los universitarios. Total, que entramos en un garito al que solíamos ir y allí estaba Miguel, como una obra de arte en un desierto. Pedí una cerveza y le saludé en la distancia, y educadamente él se acercó a decirme hola.  

Empezamos a hablar y a beber cerveza. De la carrera, de la vida, del futuro… De todo. Y entre frases triviales de repente dije una estupidez….

“Sí, bueno, el primer día de clase igual casi me caigo de la silla al verte.”

Y sorprendentemente él se río. Me dijo que eso era por el efecto profesor, que en realidad no era para tanto pero que daba esa impresión por estar subido a la tarima de la clase. Yo me reí y le dije que no, que en ese bar no había tarimas y que seguía causando el mismo efecto que en clase. Me miró, dejó la cerveza en la barra, se acercó y me besó. Aquella noche acabamos en su casa jugando a los médicos y, por lo menos yo, echando el mejor polvo de toda mi vida.

¿Y dónde está el follodrama?, os preguntaréis. Pues que la gente de clase se acabó enterando y cuando subieron las notas y yo saqué un 10 me acusaron de favoritismo. ¿Cómo se come eso? Pues mal, sobre todo cuando te has pasado horas, días y semanas alimentándote a base de macarrones con tomate porque no tienes tiempo de hacer platos más elaborados ya que estás estudiando.

La gente no olvida y el cuarto año todavía tenía la fama de “aquella chica que sacó matrícula por follarse a un profesor”. Fue un año horrible, pero chicas, lo malo acaba esfumándose, por mucho que duela en su momento.

Acabé la carrera y un par de meses más tarde me encontré con Miguel por la ciudad. Me invitó a tomar algo, me dio su número de teléfono y tras varias citas maravillosas acabamos saliendo. Este verano nos hemos casado. Los finales felices sí existen.