No merecía ser una puta.

 

Hace un tiempo escuché una canción, “Merichane” se llama. Es una canción de Zahara que habla sobre cómo puedes ser una “puta” ante los ojos de todo el mundo siendo en realidad una persona que intenta sobrevivir. El nombre de la canción es como llamaban en su pueblo a “la puta” y dice que tenía solo 12 años la primera vez que la llamaron así a ella. ¿Qué puede hacer una niña de 12 años para merecer que la llamen así? ¿Qué merecía yo cuando me pasó a mí?

Esta canción me removió un montón de recuerdos que no sabía que tenía bloqueados, cientos de momentos en que sentí vergüenza (que sigo sintiendo al recordar) en vez de la rabia que merecen.

Comencé a desarrollar los pechos pronto, así que en mi barrio me pusieron un mote (que por absoluta vergüenza no puedo reproducir) al respecto. Parece que mis tetas, unas tetas de niña de 12 años, eran demasiado grandes y puntiagudas para los ojos de los niños que empezaban a tocarse y las niñas que empezaban a sentir la rivalidad entre mujeres que mamamos desde que nacemos. A raíz de eso, cada vez que miraba a un chico, que besaba a alguno o que simplemente hablaba de besar a uno… ¡Confirmado! ¿Qué podía ser si no una “suelta” con esas tetas y la fama que tiene?

Los rumores eran parte de mi vida cotidiana. Llegaba un momento que era imposible desmentirlos todos, sólo aquellos en que los chicos implicados se apresuraban a aclarar que antes pagarían que haber quedado conmigo después de clase o algo peor. Para sorpresa de nadie hoy en día aclararé que aquellos que daban las explicaciones más ágiles eran los mismos que me enviaban SMS por las noches diciendo lo bonita que era y las ganas que tenían de verme a solas. 

Pasaban los años y las injusticias crecían con el tamaño de mis caderas. Compañeros que se tomaban licencias que nadie le daba y no te dejaban más remedio que reír, fingir que no te importaba, porque ¿qué podías hacer entonces? Si te quejabas eras una exagerada, si lo acusabas se podía inventar cualquier otra cosa que “justificase” que te metiera mano debajo de la mesa y, a fin de cuentas, ¿a quién iban a creer? 

Y así, amigas, fue como creé una parte de mis traumas sexuales y de autoestima. ¿Cómo iba a saber entonces qué podía hacer y qué no sin ser una puta? ¿Cuándo podría desnudarme? ¿Cuándo expresar deseo, placer o algo referente a mi vida privada sin sentir que traiciono a mi familia, que soy una cualquiera o que me estoy degradando como mujer? 

Diría que gracias a Dios, pero no, en realidad gracias a la terapia y a leer artículos feministas, a escuchar canciones como la de Zahara entendí que nada de lo que me había pasado fue culpa mía, que no me merecía todo aquello, que tengo derecho a gozar, a desear y a disfrutar sin ser juzgada.

Ahora solo puedo pensar en todas las niñas de mi entorno (hijas, sobrinas, amigas…) que se acercan peligrosamente a esa edad tan cruel; hoy, que los sustitutos de quienes pintaban las paredes de mi barrio con tiza haciendo dibujos de mis tetas tienen teléfonos con cámara para difundir la imagen real, que tienen acceso a pornografía dura y, por su corta edad, entienden que es lo que “hay que hacer”, que se comparten bulos, vídeos y rumores un millón de veces más rápido que entonces… Siento miedo por ellas, siento rabia… Pero sobre todo miedo.

 

Al menos hoy tendrán a una adulta atenta, dispuesta a hablar sin tapujos, apoyar, denunciar o lo que sea necesario para que esto no ocurra más. No tenían derecho a convertir aquella niña inocente en la puta del barrio cuando en casa aún jugaba con muñecas y buscaba tesoros escondidos en la arena de la playa. 

 

Luna Purple