La primera comunión, siendo una «niña grande»

En plena década de los 90 después de dos tediosos años en catequesis, llegaba el momento tan esperado, mi momento, mi primera comunión.

Mi madre me incluyó mucho en la mayoría de los preparativos, sin saberlo, eso iba a hacer que me diera cuenta de que no era como “tenía que ser”, no era como el resto de las niñas, era una niña grande y no en el buen sentido de la palabra.

 No era lo que el mundo concebía como una niña tierna que hace la primera comunión, no sabía que sentiría el rechazo de la sociedad siendo solo una niña.

A mis 9 años ya era plenamente consciente de que llevaba la etiqueta de “gorda”. Las revistas noventeras que leía, la extrema delgadez en las series, los pantalones bajos que dejaban ver los huesos de la cadera en los que nunca he entrado, sin olvidar a los 4 niños bullys del colegio que día tras día se encargaban de llamarme vaca. Con todo eso había aprendido a lidiar, tenía la suerte de contar con un grupo de amigas maravilloso que me hacía fuerte, pero no podríamos con el mundo entero, por lo menos en ese momento.

Dentro de los preparativos el que más ilusión me hacía era el vestido. Mis primas mayores habían llevado el mismo, era precioso, con una puntilla en las mangas abullonadas y un pequeño bolsillo en la cintura (sabemos lo guays que son los vestidos con bolsillos) estaba completamente enamorada de ese vestido.

 El primer tortazo fue escuchar a mi madre y a mi tía viendo el vestido, seguramente no sabían que yo estaba escuchando, de lo contrario no hubieran sido tan hirientes, fue algo así como:

– mira te he traído el vestido, pero no le va a quedar ni de coña- 

 – tenía esperanza de poder arreglarlo, pero sería casi rehacerlo entero-

 –  este estilo la va a hacer parecer una “mini novia”-

 – ahora a ver lo que me sube el presupuesto de la comunión-

 No podía seguir escuchando y entré a la cocina donde estaban dándole vueltas al vestido, al entrar yo, se hizo el silencio y mi madre se apresuró a decir

-hemos pensado que has sido tan buena que vamos a regalarte un vestido nuevo para ti-

Mi madre en su afán de protegerme, luchaba constantemente para no mermar mi autoestima, con las típicas frases de “ eso te dicen porque te tienen envidia”, “ es que aún te falta crecer más”.

Entonces empezó la búsqueda de vestido, las dependientas de las tiendas ya al entrar directamente me miraban resoplando. Cada tienda nueva, al principio era una oportunidad, pero después era una sensación de angustia y ansiedad. No era capaz de sonreír, por fuera veía la gente a una niña pija, desagradecida que no le gustaba nada, por dentro era una niña que empezaba a odiarse a sí misma, descubría la lucha de los demonios que la acompañarían por muchos años. Estaba rota por dentro y no quería arriesgarse a probarse otro vestido y que volvieran a intentar cerrar esa maldita cremallera invisible juntando los lados de la espalda entre dos personas para ver si la más grande podía servir. 

 En vista del éxito obtenido, mi madre decidió llevarme a hacerlo a medida con una modista. Me tenía que sentir especial porque es un privilegio poder tener un vestido especial y único para ti, pero en realidad me sentía culpable, rara, diferente. La modista hablaba de cosas como esas mangas la van a hacer parecer más ancha de lo que es,o habrá que poner aquí un fruncido para disimular el pecho. 

Salí de ahí con el vestido perfecto para disimular imperfecciones, pero siendo consciente de cada una de ellas. 

El siguiente paso eran los zapatos, al ser una niña grande, también tenía un pie que no encajaba en las tallas habituales y “normales” los zapatos infantiles, eran pequeños y los de novia tenían tacón. Mis pies eran un problema del que jamás me había llegado a preocupar o a plantear, al final mi madre compro unas francesitas y las decoró como solo ella sabía, con su pistola de pegamento mágico. Volvía a ser especial, aunque ella intentaba pintarlo todo con un arcoíris de positividad, en mi provocaba una tormenta, sabía que mi físico era lo que iba complicando cada paso, que no había más remedio. 

Faltaba la parte en la que sabía que mi físico no solo no sería un problema, sino que sería una gran ventaja, mi sitio era la peluquería. Tenía unos rizos espectaculares y mucho pelo, solían comentar las peluqueras lo bonito que era y yo necesitaba alguna aprobación por lo menos por parte de la peluquera, un piropo, un poquito de luz y lo necesitaba desesperadamente. 

Mi peinado favorito era una coleta bien estirada con mis rizos largos, esta vez quería variar con una trenza y unas florecillas, odiaba llevar el pelo en la cara. Al verme la peluquera dijo, -habrá que hacer algo para taparle la cara a esta niña que la tiene muy redonda- mi mente y mi corazón se rompieron en ese momento del todo, me corté un flequillo y unas capas que me taparían la cara y me obligarían a planchar mi pelo o usar secador. Ese momento provocó tal complejo en mí, que dejé de enseñar toda mi cara por completo con distintos flequillos hasta los casi 30 años. 

Llegó el día y me colocaron detrás de todos los demás niños en las fotos, no podía mas que ver las trenzas rubias de las niñas bonitas, no salí a leer mi parte en misa, y en mi fiesta no quise probar la tarta. Se me habían apagado los colores, ahí empezaba mi lucha conmigo misma.

Ahora tengo una niña de 9 años, orgullosamente grande en todos los sentidos que siempre son positivos, mi jugadora de baloncesto favorita, con su cara despejada, que no siente vergüenza de ser más alta o grande que los demás, con una personalidad aplastantemente espectacular.

Con un amor propio que se mantiene hasta el infinito y más allá. Me alegro mucho de que llegara después de mi transformación al body positive, ahora que se quererme, ahora que se cuidarme y que sé que la salud no es proporcional a la cantidad de lorzas o celulitis del cuerpo. 

 

Cristina Traeger.