Hace mucho, mucho tiempo… en una galaxia muy, muy lejana… concluí escapar de mi estadía perpetúa en los ‘y si’. Y mudarme definitivamente del barrio de los ‘siempre he querido’.

Fui arrendataria de larga duración, lo reconozco. Cómoda entre unas calles conocidas y faltas de emoción; pasé semanas, meses y años en una calma chicha de esas donde no ocurre nada… ni para mal, ni para bien.

Hasta que agarré la sartén por el mango y me dije: suficiente. Había colmado el vaso de la autopreservación exacerbada. Tocaba innovar un poco. Arriesgar bastante. Cagarla mucho, por supuesto. Y llenar las páginas de mi currículum vitae de vivencias. De todas. Reguleras, épicas, nefastas, inolvidables… lo que viniera por delante.

Decidí hacer las maletas y abandonar esos suspiros que se me atascaban en forma de nudos en la garganta viendo estilismos capilares en Pinterest, que jamás me atrevería a hacerme; o leyendo artículos u opiniones sobre citas que no estaba teniendo o planes de lo más variopinto que yo no probaba.

Devoraba reviews de restaurantes exóticos, platos de otros países con pintas increíbles —y terroríficas— con ansiedad creciente y ganas cada vez más manifiestas… hasta que me dije a mí misma: Romi; ¡se acabó lo que se daba!

Así que maletas a cuestas, edredón nórdico bajo el brazo y un montón de intenciones aleteándome detrás de las pestañas; emprendí vuelo. Sin excusas. Sin asideros. Sin miedos.

Extendí alas dentro de mi cabeza; dándome el empuje, el aliento y el ánimo necesario para entender que, dado que la vida son dos días; y de esos uno toca currar y el otro lo mismo nos tragamos una pandemia —sin caña para bajarla por el gaznate…— más me valía aprovechar ese precioso tiempo, contadísimo y muy ajustado, que todos tenemos para explorar.

Decidí intentar conocerme y comprenderme. Valorar mis decisiones; darle voz alta y muy fuerte a todas esas cosas que siempre había querido hacer, probar o experimentar y que la inercia misma de la existencia había ido dejando en un segundo plano… para al final caer en la escala de valores hasta tan abajo que ya casi no podía ni verlas.

Quererme. Entenderme. Darme prioridad absoluta en un mundo que está tan regido por las obligaciones, los horarios y lo que es socialmente correcto y aceptable —estudiar, currar, traer dinero, dormir, volver a empezar…— que apenas deja tiempo para la exploración, el ocio y las meteduras de pata de las que luego te ríes, sintiéndote súper enriquecida, mientras te tomas una cerveza con tu mejor amiga.

Asumí que era momento de darme más importancia a mí; y al mismo tiempo, quitármela toda. ¡Adiós prejuicios y temores! ¡Adiós arranques de timidez! ¡Adiós, mejor no, por si acaso me equivoco! 

Supe que tenía que hacerme el humor. Desnudarme delante de mi espejo personal, acariciarme y amarme, con mi torpeza, mi falta de empatía, mi capacidad de resultar irritante y todas las locas ideas que se me meten en la cabeza. Reírme de mí, antes de plantearme hacerlo con los demás; antes de aceptar incorporar a mi vida a cualquier otra persona que pudiera querer compartirla conmigo.

No más ‘y si’, me dije; le vamos a dar salida a todos los ‘siempre he querido’; y tomaremos cartas en el asunto para que la lista de pendientes, igual que la del súper; acabe llena de tachones.

Así que aquí estoy, con las uñas de dos colores, el pelo de tres, variando mi estilo al vestir, tocando puertas que jamás se me había ocurrido que pudieran abrirse para mí; teniendo primeras citas desastrosas, conociendo gente de la que a veces, me apetece huir, dando segundas oportunidades a aquellos con los que no fui justa y a mí, ¡ay, a mí! Entregándome el corazón en bandeja de plata y mimándome como si no hubiera —porque así es—, nada que merezca la pena amar más que YO.

Me hago el humor, al menos dos veces al día. 

Porque me quiero. Porque ahora tengo la conciencia de que debo respetarme y escucharme. Porque me lo merezco. Porque es necesario que aprenda todo lo bueno que hay en mí, debajo de lo malo que me empeño en no dejar de mirar. 

Porque sé que cuando llegue el momento de amar a manos llenas, a mandíbula batiente, a piernas abiertas y gemido roto… podré dar lo mejor que tengo porque antes, habré sido capaz de sacarlo a la superficie; llenándolo de luces de neón y purpurina.

Y ya no me preguntaré qué pasaría si me atreviera a intentarlo.

Ni diré nunca más que siempre he querido tener esa fuerza, esa independencia, esa autoestima.

Habré conquistado la cima; escalado mi Everest del autoconomiento. Del respeto personal. De la escucha activa. Sabré lo que quiero. Conoceré lo que me gusta. Seré consciente de hasta dónde estoy dispuesta a llegar para abrazar aquello que podría hacerme feliz. 

A mí, primero. A mí, como lo importante.

Entonces, estaré preparada para hacerle el humor a los demás. Para reírme sin complejos. Para brillar sin vergüenza. 

Para apostar al caballo que más me guste, con un encogimiento de hombros y una sonrisa en los labios pintados de rojo; sin que me importe si va a ganar o a perder.

 

Romina Naranjo