Recuerdo a la perfección el día que, cuando mi madre tenía 28 años, le estaba hablando de una profesora y, para que la identificara, le dije que era alta, rubia y vieja, como ella. Sí, llamé vieja a una chica de menos de 30. Pero, claro, yo era solo una niña y así es como veía a todo el que tuviera más de 15, seguramente. Lo malo es que fui una cabrona edadista hasta que, con el tiempo, la que se hizo vieja fui yo.

De pronto, a mis taitantos, caí en la cuenta de que las personas siguen siendo válidas, siguen persiguiendo sueños y siguen teniendo inquietudes más allá de los 30. Y lo hice porque así era como me sentía y me siento yo. Pese a mis arraigadas creencias, tenía que admitir que con 30, 40 o 50, seguía siendo la misma niña que no dejaba de anotar cosas en su lista mental de sueños por cumplir y lecciones por aprender. De hecho, seguía teniendo también los mismos miedos y me seguían afectando las mismas cosas.

Seguía siendo tímida, sosilla y muy poco o nada echada para adelante. Por lo que, igual que durante la adolescencia y juventud, mi círculo social era muy reducido y mis relaciones y amistades se podían contar con los dedos de una mano. Tenía a mi familia, a mi pareja, mis hijos y un puñado de antiguos amigos con los que salir a comer de vez en cuando, aunque no estaba segura de si podía acudir a ellos en caso de necesidad. Lo cierto era que los denominaba así, pero no sabía si hacía lo correcto considerándolos amigos en el sentido más amplio y bonito de la palabra. No hablaba con ninguno de ellos cuando estaba mal, no les pedía consejo cuando lo necesitaba.

Ni siquiera pensé en ninguno de ellos cuando me propuse hacer algo de deporte y no me daba lanzado porque me avergonzaba ir sola a las clases de pilates a las que quería apuntarme.

Sin embargo, mi marido terminó por convencerme y, con vergüenza o sin ella, me apunté igual. Y allí fue donde conocí a Carmen. Otra mujer de 50 años, aunque ahí se acaban las similitudes entre ambas. Carmen es simpática, divertida y vivaracha, está llena de energía. Es de estas personas que irradian luz, de las que es imposible ignorar porque llenan la habitación con su carisma y su personalidad. Me cayó bien al instante y, no sé muy bien por qué, yo a ella también. Así que empezamos a quedarnos a charlar después de pilates, a quedar para acercarnos juntas al gimnasio paseando. Luego vinieron los cafés y las charlas que ya nada tenían que ver con mi propósito de mejorar mi forma física. Y, como diría Carrie Bradshow, así sin más, conocí a mi mejor amiga a los 50 años.

Cuando menos lo esperaba y de la forma más tonta, Carmen entró en mi vida para cambiarla para siempre y para cubrir un hueco que no sabía ni que existía. Para hacerme sentir un tipo de amor que no conocía.

A esta edad, y viendo cómo es nuestra relación, he averiguado que nunca antes había tenido una mejor amiga. Ni siquiera de niña ni de chavalita. He tenido que alcanzar la madurez para experimentar ese nivel de camaradería, confianza, cariño y aceptación mutuas.

Pero no me importa, porque nunca es tarde, chicas. Nunca es tarde para sorprenderse, para disfrutar ni para ser feliz.

 

Lola

 

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