Que bueno es reírse. Que bien sienta. Pero cuando nos da uno de esos ataques de risa, que no puedes parar… Y JAJAJAJA… Y más carcajadas… Y llorando y todo de la risa…

Esto surge sin avisar, en cualquier lugar y situación y, claro, algunas veces pues son de lo más inoportuno.

Todos hemos sufrido un ataque de risa en el cine, por ejemplo. Sufrido porque nos ha dado a nosotros mismos o a otra persona padeciendo sus consecuencias. Pero hay sitios peores… En la sala de espera del médico, en una reunión o en misa.

Si eres tú el del ataque de risa te quieres morir de la vergüenza pero a la vez no puedes parar y el bucle se acentúa cada vez más. No hay salida.

Y si al que le da el ataque es otra persona… Que mal sienta… Que poca consideración… “¿Cómo él se puede reír mientras yo estoy aquí aburrido? ¿De qué leches se reirá tanto? Que divertido, ¿No? ¡Quiero entender el chiste y así reírme yo también!”

Pero casi siempre se nos olvida que detrás de un ataque de risa siempre hay un cómplice. Porque estando solos pocas veces nos da uno de estos ataques. Como mucho recordando algún momento concreto (y ahí está ese cómplice). Siempre hay otra persona… Ese amigo… Esa hermana… Ese cacho perro que lo desencadena y te deja con el marrón.

El cómplice es el que lanza la piedra y esconde la mano. Porque una vez empieza el ataque de risa todas las miradas se centran en ti. Pero tú solo eres la consecuencia de la maldad del cómplice, que el/la muy perro/a ha ejecutado, dicho o insinuado y ha desatado tus carcajadas incontroladas.

¡Ay! El cómplice. Se queda tan tranquilo disfrutando de tu risa, tu ridículo y todas esas miradas que te dedican. Porque si la situación es buena, el cómplice se une al ataque de risa. Pero el cómplice tiene la habilidad de quedarse tranquilamente riendo hacia adentro si la situación es embarazosa o inapropiada.

Así que… Ahí estás tú. Riéndote solo, en la peor situación imaginable, mientras tú supuesto amigo disfruta de tu ridículo que él ha provocado.

Que bonita la amistad JAJAJAJA

 

@sandecesbybertabo