A estas alturas de nuestros ya larguísimos historiales y penurias vitales, todas sabemos lo complicado que resulta casarse o tener una nueva pareja con alguien que en el pasado también estuvo casado y que además tuvo hijos con otra persona.

Inevitablemente, esos niños le van a unir a esa ex para siempre. Se convierte en alguien que, lo quieras o no, va a permanecer en la vida de tu marido y, consecuente e indirectamente, en la tuya.

Y en estas circunstancias, estas personas muchas veces están destinadas a convertirse en un desagradable grano permanente en tu trasero, a menos que caiga la breva de que esa antigua pareja se lleve bien y, si ya rizamos el rizo de la fantasía, que además sea igual contigo.

De esta forma, es posible que su simple existencia omnipresente no suponga un continuo lastre con el que cargar toda tu vida…

 

 

Pero supongo que, aún en el peor y más habitual de los casos, antes o después una se acaba acostumbrando a la situación. Aunque en mi caso pasaron varios años desde que inicié la relación con el que hoy en día es mi marido hasta que conseguí dejar de ver a esta mujer como a mi peor pesadilla…

El motivo principal era que no existía una distancia saludable, un límite claro y definido con respecto a ella en la familia de mi marido.  Mi lugar en esa familia era confuso puesto que ella se seguía comportando como la nuera principal de mis suegros.

He de aclarar que si mis suegros no ponían límites no era por rechazo hacia mí. Simplemente actuaban mostrando la humanidad que les caracterizaba y el cariño hacia ella normal después de tantos años y vivencias.

Como madre de sus nietos, no solo la aceptaron plenamente sino que continuó siendo una más de la familia, incluso después de divorciarse de su hijo.

Y a mí esto me parecía genial siempre y cuando esta relación se mantuviese de forma más puntual y natural, pero es que la mujer vivía prácticamente en casa de mis suegros.

 

 

Con la excusa de los niños, de que pasasen tiempo con los abuelos y de ser ayudada para conciliar, estaba siempre allí.

Comía allí, se echaba allí la siesta, a veces cenaba allí también…

Cada vez que mi marido y yo pasábamos por esa casa, ella se encontraba allí, tumbada en el sofá mirando el móvil, pintándose en el cuarto de baño o en la cocina ayudando a mi suegra a preparar alguna receta.

Iba a tomar café, a llorar y desahogarse si había tenido algún problema, pasar la tarde viendo la tele con ellos, hasta a criticar a su ex marido… Sí, habéis leído bien: ¡a poner verde a mi pareja con sus propios padres!

Incluso cuando los niños se encontraban con nosotros, cuál era mi sorpresa cuando entrábamos por la puerta de mis suegros y nos la encontrábamos con el campamento montado como si fuera su propia hija.

Y además, estas apariciones solían ser totalmente improvisadas y al principio mi propio marido desconocía cuándo iban a suceder.

Cuando fue pasando el tiempo, cada vez eran más previsibles pues la respuesta era PRÁCTICAMENTE SIEMPRE.

 

 

Para mí, esto era incomprensible y me llenaba de inseguridad y preguntas: ella tenía su casa, su propia familia, sus propios padres, sus amigos. Tenía SU PROPIA VIDA.

Sin embargo, allí se plantaba constantemente.  Y claro, para mí era bastante incómodo aparecer por esa casa ya que, además, ella nunca había hecho ningún esfuerzo por llevarse bien conmigo.

Parecía que lo único que quería, en el fondo, era fastidiarme y no dejarme ese lugar que se resistía eternamente a soltar. Seguir marcando permanentemente un territorio que ya no le pertenecía.

Mi marido ya había hablado varias veces con sus padres sobre esto, pues él era el primero que no acabó con ella demasiado bien y se sentía un extraño con su propia familia cada vez que se encontraba el percal, sin comerlo ni beberlo.

También les intentaba hacer ver que para mí la situación era, cuanto menos, extraña y tensa.

Ellos decían entender sus (nuestros) sentimientos pero al mismo tiempo le preguntaban que cómo iban a cerrarle la puerta si en su día la aceptaron como a una hija más y era la madre de sus nietos.

Que además así se aseguraban de ver o tener más tiempo allí a los nietos, y no solo cuando le tocaban a mi marido.

 

 

Y esta situación tan extraña, a medida que fueron pasando los años, no solo no cambió tal y como yo creía que sucedería sino que parecía ir cada vez a más.

Yo, al principio, dolida y desde una incorrecta interpretación de los hechos de no ser aceptada por mi familia política, me negaba a aparecer más por allí.

No tenía ninguna necesidad de sentirme continuamente como una extraña y, de alguna manera, humillada por esta mujer.

Pero con el tiempo y animada por mi marido, llegó un día en que, harta, no me dio más la gana y me dije “¡que demonios, voy a defender mi espacio con uñas y dientes, y si tengo que pasar el mal trago de encontrármela cara a cara continuamente lo haré, pero mi ausencia en esa casa solo le está dejando las puertas abiertas para continuar consiguiendo sus propósitos!”

Y tenía razón: cargada de las mejores intenciones y amabilidad hacia ella para que ni mis suegros, ni mi propio marido, y mucho menos los niños, se vieran afectados ni que esto diese pie a una guerra, empecé a acudir sin complejos a casa de mis suegros yo también, y además cada vez más a menudo.

Cuando lo hacía, intentaba entablar conversación con ella, tener paciencia ante sus malas caras y ser simpática. Pero parece que ella se molestó cuando vio que también se me estaba prestando algo de atención y que, poco a poco, yo iba reclamando y ocupando mi propio lugar.

Nunca se acostumbró, de hecho.  Y así, de forma lenta y progresiva, fue ella la que empezó a dejar de acudir de forma habitual al hogar familiar de mis suegros…

 

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