La lección de autoestima que aprendí al renovar mi D.N.I 

Nadie es tan guapo/a como en sus redes sociales ni tan feo/a como en su foto del D.N.I. Seguro que has escuchado esa frase millones de veces. 

No es novedad que cumplir con los cánones de belleza es un imperativo que arrastra la humanidad desde el principio de los tiempos. Dichos cánones han cambiado con cada etapa histórica, pero lo que siempre ha permanecido es esa obligación autoimpuesta de cumplir con lo que estéticamente se espera de cada cual. 

El asunto no es baladí. Nuestra necesidad de mostrar una belleza externa agradable (¿agradable para quién? ¿desde qué punto de vista? Pregunto…) es tal que, a nuestra chavalada, los y las adolescentes, ante la retirada de las mascarillas, se le viene encima una ansiedad que nada tiene que ver con el riesgo a contagiarse, sino con el miedo a mostrar su cara y no gustar a sus iguales. Y digo chavalada porque ya sabemos que la etapa de la adolescencia es especialmente complicada en cuanto a ser aceptados y aceptadas por la manada. Pero vaya, que el miedo a no agradar se extiende a todas las edades. 

Pues te voy a contar lo que me ha pasado al renovar el D.N.I.  Iba yo muy segura de mi misma y de las fotos que llevaba para el trámite. No es que saliese cual diosa griega pero oye, salía mona. Llego al mostrador y me dice el funcionario: 

  • No me valen, te tienes que ir enfrente de comisaría y hacerte otras… 

Horror. Pavor. Catástrofe. Y yo con estos pelos, Mari… Pero bueno, no había otro remedio, así que, maldiciendo, me he metido en la típica tienda donde hacen fotos tipo carnet. 

Resulta que servidora nació con hidrocefalia. Nada más nacer, me hicieron una operación muy arriesgada. No tengo más secuela que el estrabismo. Vaya, que tengo ojitos de camaleón: con uno miro al frente y con el otro casi puedo decirte si me he limpiado bien las orejas esta mañana. Relajando los ojos aún consigo corregirlo bastante, pero no siempre. Depende de muchos factores que no vienen al caso. 

Me desato el pelo, me quito las gafas y se dispara la cámara. El chico me enseña el resultado. Un ojo mirando a Lisboa. El otro, a Pernambuco. Mierda, mierda, mierda… 

  • ¿Te la repito? 

Momento de pausa, de indecisión. Voy a tener esa foto sirviendo de identificación durante un montón de años… ¿Qué hago? 

  • No, gracias, está bien así. 

¡Qué puñetas! Salgo con estrabismo en la foto porque TENGO ESTRABISMO. Porque esos son mis ojos, porque esa es mi cara. ¿Por qué debería esconder lo que tengo y lo que soy? Tengo estrabismo por un problema al que vencí nada más llegar al mundo. En lugar de esconder mi mirada, ¿no debería sentir orgullo de ser una luchadora desde que nací? 

Tengo que esconder mis ojos para gustar… ¿a quién? ¿A quienes pasan por alto todas mis cualidades y se limitan a juzgarme por no tener una mirada sexy, penetrante y que te hace temblar las carnes? ¿De verdad quiero gustar a alguien tan superficial? 

¡ORGULLO ESTRÁBICO! ¡ORGULLO BIZCO! ¡SALGAMOS A LA CALLE SIN MIEDO! 

He vuelto a la comisaría para, por fin, acabar la renovación. Esperando que el funcionario me dijese que no era válida por el estrabismo. Ni mu, ni media palabra. Por dentro estaba pensando “venga, chaval, dime algo, atrévete, que vengo desde la tienda de las fotos con la disertación aprendida y con el amor propio por las nubes, si me dices algo vas a flipar…” 

En unos 5 minutos he salido, con mi D.N.I. nuevo. Para diez años. Una década saliendo con un ojo en Lisboa y el otro en Pernambuco. Y con una satisfacción conmigo misma sin fecha de caducidad.

Mia Shekmet