A lo largo de mi vida, nunca he sentido ese despertar del instinto maternal del que me han hablado algunas amigas pero tampoco he tenido claro en su totalidad mi no a la maternidad.

Hoy, a mis casi 36, creo que puedo decir sin dudar que la maternidad no es para mí, aunque haya algunos momentos en que las fiestas hormonales internas me hagan dudar. ¿Cómo no voy a dudar en este tema yo que dudo en todas y cada una de las decisiones/situaciones que se me plantean en la vida? Los momentos de duda suelen durar poco, poquísimo, y siempre se produce alguna situación que me lleva de nuevo hasta ese punto en el que sonrío y pienso «¡larga vida a la vida sin hijos!» ¿Cuáles son? Por ejemplo, éstas.

Cuando toca madrugar…

Hace unos días tuve que ir a mi centro de salud a hacer una analítica. A las 8 de la mañana y sin café en el cuerpo. Me desperté apenas 20 minutos antes de la citada hora, me vestí y me deje llevar. Apoyada en la pared esperando a que me llamaran creí que me dormía en más de una ocasión y entonces vi a una heroína. Allí estaba ella, maquillada y con dos bebés de apenas unos meses de vida esperando. Os prometo que yo, que bastante estaba haciendo manteniéndome despierta no pude parar de pensar en el sacrificio de madrugar más, preparar a aquellos dos pequeños, prepararse ella y llegar a tiempo. Mira no, a mi con el esfuerzo que me ha costado llegar en línea recta hasta la puerta del ambulatorio tengo bastante como para tener bajo mi responsabilidad a una criatura.

Cuando la descendencia de mis amigas tienen una perreta en la calle…

Si ya me agobio ahora cuando eso ocurre pensando cómo sería la manera correcta de actuar y no son míos los chiquillos… No quiero imaginarme en el papel de madre… ¿Por qué abandonarlos justo cuando se tiran al suelo y empiezan a berrear no está bien visto, verdad?

 

Cuando no apetece cocinar…

Llegar a casa a las 10 de la noche después de una jornada maratoniana y lo único que te apetece es meterte en la cama sin ponerte a hacer la cena. No hay pequeñajos a los que bañar, dar la cena y dormir, así que en dos minutos desde que he abierto la puerta de mi casa y me encuentro ya debajo del nórdico. ¿El consorte? Cuando llegue que se haga lo que quiera, o que pida una pizza y así le robo un trozo.

Cuando hay que organizar las vacaciones…

Cada año cuando planifico nuestras vacaciones sin depender de un calendario escolar y puedo huir de los hoteles en julio y agosto soy muy feliz. Del placer de  disfrutar de paraísos sin masificaciones y pasear por lugares casi desiertos que hacen que no tengas que quitarte la gente de la foto para el Instagram con alguna aplicación ya ni hablamos.

Cuando estoy mala…

Cogerse la gripe y poder pasarla en la cama, mientras el señor marido te consiente y tu madre viene a llenarte de tuppers es algo que no debería perderse. Sentir que puedes tirarte a descansar porque no hay ningún loco bajito que dependa de ti y que puedes acurrucarte sin pensar en que mañana tu fiebre y tú tenéis que arrastraros para llevar al canijo al colegio me produce una satisfacción que no puedo descubrir.

Cuando estamos en cuarentena…

Sí, porque si me lo dicen hace unos meses no me lo creo pero aquí estamos de cuarentena, y preocupándonos solo de entretenernos nosotros dos y ponernos de acuerdo en qué ver en Netflix. No quiero, ni puedo, imaginarme lo que sería ahora mismo esta casa con peques a los que les gustara la calle tanto o más que a su madre y con los que tener que compartir el poco chocolate que nos queda. Y es que hace un rato, tumbada en el sofá con mi señor marido al lado y la tranquilidad en mitad del caos que nos trasmite la lluvia al otro lado del cristal, qué bien esto de no tener a nadie que entretener.

 

Y es que aunque muero de amor por esos canijos que nos rodean y nos hacen la vida más bonita en multitud de ocasiones con su bendita inocencia y sus locas ocurrencias, disfrutarlos de puertas para afuera sigue pareciéndome la mejor de las ideas.