Chloe era una señora de unos 63 años que gozaba de buena salud. Le encantaba quedar los sábados con sus amigas mientras sus maridos jugaban partidos amistosos de fútbol. Ellas tomaban café, iban de compras y charlaban durante horas. Era su momento preferido de la semana. Ese y los martes por la tarde cuando su hijo le dejaba a su nieto unas horas para poder ir trabajar.

Trabajaba en un centro de salud por las mañanas, era una enfermera muy querida allí y había conseguido hacía ya unos años que la dejasen en la planta de pediatría, como siempre había soñado. Su marido, Alfonso, era funcionario, por lo que ambos gozaban de tiempo libre para disfrutar de la vida y una economía estable que les quitaba preocupaciones. Soñaban con jubilarse y viajar a todos los sitios a los que no se atrevieron a ir antes de casarse por si no sacaban las plazas y se quedaban sin ahorros.

Chloe y Alfonso era un matrimonio ejemplar. Él la recogía cada día en el centro de salud. Los viernes siempre le llevaba claveles, un detalle de cuando se conocieron que se hizo costumbre con los años; celebraban que empezaban el fin de semana y podrían estar juntos todo el día. No habían perdido la ilusión de verse, de estar juntos, de sus cenas románticas el último jueves de mes, de sus partidas de mus con los vecinos de enfrente, de sus paseos por la feria con los nietos…

Pero una noche, al terminar de cenar, Alfonso se fue al salón a ver la tele, como siempre, mientras Chloe se limpiaba la cara y se echaba sus cremas. Luego ella se sentaba a su lado y veían alguna cosa hasta que a uno de los dos le daba el sueño. Jamás se acostaba uno sin el otro. Si Alfonso quería terminar de ver un partido, ella dormitaba a su lado hasta que acababa. Si ella estaba muy enganchada a una serie y él se dormía, se acurrucaba a su lado hasta que el capítulo terminaba para irse juntos a dormir. Sin embargo, ese día Alfonso estaba cansado y Chloe parecía muy activa todavía. Ella, lo abrazó con cariño y le preguntó por qué estaba tan cansado. Él se encogió de hombros y se hizo un ovillo a su lado, dispuesto a dormirse, cuando ella lo ayudó a incorporarse y, con la mayor dulzura que pudo, le dijo cuanto lo amaba, le dijo lo orgullosa que estaba de haber formado una familia con él, lo contenta que se sentía por haberlo elegido y lo afortunada que era de que él la hubiese correspondido.

Él, en duermevela, la escuchaba fascinado por el tono sereno de su voz, por el cariño que demostraba en cada palabra, por tanto amor del que no se creía merecedor. La besó con todas las ganas y, dejándose llevar por la somnolencia, la abrazó por debajo de la cintura para seguir durmiendo. Pero ella le dijo que debía acostarse, se le veía muy cansado y nunca se sabe cuando puede venir un día duro que necesite encontrarte con las pilas cargadas. Ambos se acostaron en la cama. Él se acomodó al momento para continuar lo que había empezado en el sofá.

Ella lo abrazó por detrás y, susurrándole al oído, le recordó cuanto lo quería y le pidió que jamás olvidase cuanto valía y lo orgullosa que ella estaría siempre de él. Alfonso se durmió en la gloria. Calentito, a gusto entre los brazos de su mujer, con las últimas palabras que ella le había dicho retumbándole en la cabeza como una nana que le ayudaba a dormir.

Por la mañana, Alfonso se despertó con el sonido de su despertador. Le extrañó, pues normalmente Chloe lo suele despertar unos minutos antes para que tenga un despertar más amable. Ella se levantaba más temprano, le dejaba preparado el café, y se iba a trabajar mientras su marido se desperezaba. Pero esa mañana no había ido todavía, aunque sí olía a café. Fue al baño y, desde allí, llamó a su mujer, extrañado por no escuchar sonidos desde el otro lado de la casa que indicasen que estaba apurada por llegar tarde. Por el pasillo pudo escuchar la radio puesta de fondo y, al entrar en la cocina vio la cafetera echando humo, el desayuno de su mujer sobre la mesa y el zumo que se solía beber en ayunas, derramado por la mesa.

Ella estaba sentada en la silla todavía en pijama, con la cabeza apoyada en su antebrazo sobre la mesa. Él, al ver la escena, creyó que se habría dormido y, bostezando, se acercó a ella divertido por la escena. Fue al acariciar su pelo que sintió que algo había cambiado. Se puso nervioso al momento y la quiso incorporar. Descubrió entonces los ojos abiertos de su mujer, con la mirada fija en ninguna parte, sin vida, y su gesto tierno impreso para siempre en un rostro que ya jamás se movería. La ambulancia llegó lo suficientemente rápido para que él tuviese la sensación de haberlo intentado todo, pero empezaba a perder temperatura y claramente no había nada que hacer.

Seguro que no es necesario que os cuente la cantidad de personas destrozadas por aquel fallecimiento. Sus hijos, su hermana, sus sobrinas mayores… Todos estaban rotos de dolor. Pero Alfonso recordaba la noche anterior, la repetía en bucle en su cabeza y decía “ella sabía que se iba”. Y con ese pensamiento consiguió lo más parecido a una sonrisa que podría hacer en mucho tiempo, pues si sentía que algo le pasaría, era bonito pensar que su preocupación fuera que él recordase cuanto lo quería.

Toda la familia se aferró a esa idea para creer que realmente había muerto tranquila, feliz y con el alma entregada a su familia, como había hecho siempre en su vida.

 

 

Luna Purple.

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