Ese fue nuestro mantra la última vez que coincidimos. La noche es nuestra. Por fin un espacio para nosotros. Sin prisas, sin horarios, sin reclamos. Sólo nosotros y nuestras circunstancias. Nadie más. No esa noche.

Jugamos a hacer habitual y normal lo que no lo era. A partir de las 8 de la tarde, empezaba el juego. Podíamos relajarnos. Y no se nos ocurrió mejor forma de hacerlo que ir a hacer la compra. Y un acto tan común para los dos, se convirtió en el aperitivo de lo que vendría después. Nuestra noche.

Una vez en nuestro refugio, nos lo tomamos todo con calma. No había prisas ni urgencias. Nadie nos esperaba a excepción de nosotros mismos. Todo fue natural, sin artificios. Como dos personas adultas que a estas alturas ya se tienen más que medidas. Con un grado de confianza lo suficientemente fuerte como para estar a gusto, disfrutando de cada pequeño momento.

Charlamos con una copa de vino. Nos pusimos al día. Compartimos inquietudes y sentimientos. Incluso la temida pregunta de la que en el fondo tememos la respuesta:

  • ¿Ha cambiado en algo tu situación actual?
  • ¿Y la tuya?
  • Tampoco.

Y después de aguantar la respiración, exhalamos al oír la respuesta del otro. Porque sabemos que en el momento en que algo cambie, todo este juego desaparecerá. Aunque disfrutemos demasiado jugando. Aunque en el fondo sepamos que estamos jugando con fuego. Haciendo malabares en el límite de la cornisa.

En ese instante no existe nada ni nadie más que nosotros. Y una vez en la cama, nuestros cuerpos se buscan con timidez, con ternura. Para acabar abalanzándose con desesperación. Exprimiendo ese momento y esa sensación que no sabemos cuándo volverá a ocurrir. Porque la química es tan grande que no podemos controlarla. No podemos pararla. Aunque el resto de nuestras circunstancias no acompañen. O no queremos que acompañen, ya no sé qué pensar.

Pero ay mi amor, ¿Qué pasa cuando acaba la noche? Que da paso a la mañana. Y la mañana es jodidamente cruel. Porque nos devuelve de golpe a la realidad. No se acuerda de nuestras confidencias ni de nuestras risas. De nuestros besos y nuestras caricias. Sólo nos recuerda que uno de los dos debe partir. Hay un tren que no espera y hay que cogerlo.

Y odio con toda mi alma nuestras despedidas. Porque nos convertimos en dos bloques de hielo dónde sólo tiene cabida la cordialidad. Aunque se nos escape una sonrisa, una palabra de cariño o una caricia furtiva. Hasta aquí por esta vez. Hasta la próxima. O no. Quién sabe. Pero lo que nadie podrá quitarnos, es la noche que fue nuestra.