Según Homero, la Odisea fue un viaje eterno y lleno de complicaciones que tuvieron Ulises y su panda para regresar a Ítaca. Homero, amor, como se nota que nunca te has tenido que enfrentar a un espejo que te escupe un reflejo que te han enseñado a despreciar y que te persigue desde la mismísima Ítaca hasta Móstoles.  Eso sí que es una aventura. Esta Odisea, en concreto, habla de unas líneas oscuras en las caderas que terminaron siendo unas brillantes, blancas y perennes estrías, tan antiestéticas e inútiles para el funcionamiento del cuerpo y de la vida, que cuesta tomarlo con humor. 

No quiero ser hipócrita. Las he odiado a morir. He probado todas las cremas existentes y aceites de procedencia sospechosa que según estudiosos de la YouTube University son infalibles, me he matado a deporte (bendita tu eres Patry Jordán) y me he quitado la alegría de comer. Nada las hacía desaparecer y solo reforzaba un sentimiento de tensión y tristeza que me conducía a una frustración parecida a la de Ulises cuando el GPS del barco no iba ni pa’ atrás. 

En el fondo, ese sentimiento siempre fue vergüenza porque con mis estrías dejaba entrever quien había sido, y todos sabemos que cuanto más ocultes quien eres, más sano es todo ¿verdad? (¿oís el sarcasmo?). ¿Quién quiere a una chica de cuerpo inestable, que había engordado y adelgazado a voluntad de sus emociones y que, debido a no haber tenido nunca la suficiente autoestima como para abrazar el espejo y no cubrirlo, ahora estaba cansada y abrumada por el eterno viaje hacia la perfección? ¡Ay, Ulises! Como te entiendo “bro”. 

No os diré que un buen día amanecí, me miré en el espejo y me amé. Ni es tan sencillo ni se si alguien es capaz de quererse a las siete de la mañana, la verdad. Simplemente, un día (no muy lejano para más información) pensé que quizá los espejos los creaba yo. Esos reflejos solo eran las expectativas que la sociedad y yo misma tenía sobre mí. Un dogma similar a “se la mujer que sale en las pantallas o revistas”. El primer paso fue el más duro: comprender que nunca sería ellas. Que ellas eran ellas, que yo era yo y que no había mujer mejor que otra. Con ese pensamiento en mi cabeza, lo segundo fue mirarme en el espejo sin ropa ni poses y, ya que la cosa va de ser sincera, llorar. 

La pregunta es evidente ¿llorar por tener estrías? ¿Tan superficial eres? No amigas, lloré porque había perdido el tiempo queriendo borrar unas marcas que hablaban más de mí que yo en cualquier conversación. Mis mejores y peores años se veían en mis estrías, las veces que adelgacé porque estaba triste y engordé porque no me preocupaba en lo absoluto lo que pudieran pensar de mí (¿a que pensabais que era al revés?). Mis estrías son un mapa de mi vida y yo solo tenía que aprender a leerlo.

El viaje empezó así, dedicándome cinco minutos al día a soportar mi reflejo hasta que cambié ese “soportar” por “disfrutar”. De cinco minutos pasé a diez y de diez, a bailarme todas las “Beyoncés” y “Lolas Índigos” habidas y por haber. Ahora mismo tengo estrías. Las suficientes para hacer que mi viaje siga día tras día, con sus mares mansos o sus oleajes de tormenta. Querido Ulises, como puedes haber observado, el lenguaje náutico no es lo mío, pero deja que te de un consejo: deja de depender de los dioses y prueba por encontrarte tú mismo, quizá Ítaca no sea un destino tan difícil ¿no?

 

Rocío Torronteras (@rocio_tor16)