Mi mejor amiga perdió a su tío.
Estaban muy unidos, ella no había conocido a su padre, y su abuelo había ejercido como tal. Nosotras éramos amigas de la infancia y yo siempre había admirado su relación. Así que acompañarla en un momento tan duro, fue muy doloroso.
No le solté la mano en ningún momento durante el funeral. La sala estaba llena de gente, todos seres queridos de su tío, dándole el pésame e inundando la tarima de flores y detalles.
Ella no paraba de llorar y no podía a penas hablar. Cuando todo terminó, me pidió que la sacase de allí.
Nos fuimos las dos a la playa, a una zona rocosa donde siempre íbamos a hablar de cosas importantes.
Allí se quedó mirando al vacío, y me dijo que a su tío no le hubiera gustado ese entierro.
Me dijo que era demasiado triste, demasiada gente llorando y demasiado dolor. Que él no era así, era una persona alegre y bromista, que hubiera querido que la gente se riera y que no estuviera triste.
Le dije que así eran los entierros y que hay cosas que no podemos controlar, que, aun así, había sido bonito y que seguro que él se había ido en paz.
Entonces, me miró fijamente, y me dijo:
- Prométeme que mi entierro no será así.
Yo le dije que no quería hablar de su hipotética muerte, pero ella insistió y, entre risas, me dijo que quería que, en su entierro, todos los asistentes cantasen una canción de su musical favorito. Me pidió que consiguiera un grupo musical y repartiera la letra a todo el mundo. Que esa sería la única manera en la que ella se iría en paz. Que quería que la gente se lo pasase bien y se riera.
La llamé loca y le dije que no creía que al cura le hiciese gracia montar ese numerito, pero ella me hizo prometérselo, y lo hice.
Pensé que estaba muy afectada por el dolor de la perdida de su abuelo y que cualquier otro día, me diría que cuando me comentó eso, se le fue la olla. Pero no le dio tiempo.
Apenas tres semanas después de la muerte de su abuelo, mi mejor amiga se vio involucrada en un accidente de tráfico, que la sacó de la carretera y le quitó la vida.
Tenía solo 27 años.
Yo estuve en shock más tiempo del que me gustaría, y entonces, cuando llegó el momento de organizar su funeral, recordé sus palabras.
Me debatí entre hablar con su madre o dejarlo pasar, pero finalmente decidí honrarla como a ella le hubiera gustado.
Lo comenté con su madre, que estaba destrozada, y con lágrimas en los ojos me dijo que eso era “muy ella”. Conocía perfectamente la canción de la que le hablaba y me dijo que ella se encargaría de buscar a los músicos. Yo me descargué la letra, la imprimí y, el día del entierro, la puse junto a las octavillas.
Aquella misma sala en la que había estado hacía menos de un mes, ahora le rendía homenaje a mi amiga.
Ese día lloré como nunca, vi muchas caras llenas de amor y de dolor, sillas llenas y no cabía ni una aguja. Muchos de nosotros quisimos decir unas palabras para despedirnos y, cuando yo terminé, les expliqué la anécdota de la playa.
Les pedí que cogieran la letra y que me acompañasen a despedirla, como a ella le hubiera gustado.
La gente se quedó extrañada, pero enseguida se unieron y la sala se llenó de voces cantando la canción que ella quería.
En ese momento, empecé a ver sonrisas y sentí calidez en el pecho. Pude volver a verla en la cara de la gente y en las voces que cantábamos.
Terminamos, dándole ese adiós que ella había deseado y que, sin querer, nos había unido a todos y todas para su última despedida. Todo, gracias a la promesa que me hizo hacer.