Y joder, me emborraché en tus labios sabiendo que la resaca de mañana merecería la pena. Aunque doliera.

Porque que aquello iba a doler lo supe desde el primer instante en que cruzamos la mirada y (nos) provocamos ese tsunami interno. Me despertabas tantas mariposas en el estómago que tuve claro que tenía que vomitar aquello, echarlo fuera. Y lo hice. Lo hice en forma de wassap de madrugada, utilizando la noche y las copas que no me había bebido como excusa. Y respondiste a los pocos minutos porque estabas despierto esperando esa nota de voz sin edulcorantes.

Empezamos a compartir las noches y de hacer de ellas nuestro día. Nos acostumbramos a ver las ojeras siempre en el espejo y restarle horas al sueño dejo de ser algo excepcional para convertirse en rutina.

Creíamos que guardábamos el secreto y lo cierto es que lo gritábamos al mundo entre canciones de reggaeton.

Nos montamos nuestro propio reality entre las cuatro paredes de tu apartamento y al poco tiempo, una vez pasada la euforia inicial, nos queríamos nominar y expulsar.

Ojalá hubiéramos tenido una aplicación para que el público votara y nos echara. Hubiese sido más fácil y menos doloroso.

Demasiado iguales, demasiadas de veces de comernos los labios hasta doler, demasiada intensidad en cada abrazo y demasiada realidad en el el rimmel corrido por las mejillas.

La noche en la que nos creímos milennials y nos confesamos que ambos éramos el crush del otro la enmarcaría y la borraría del calendario a la vez. Porque nos trajo todo lo nuevo y nos quitó aquello que creímos que nunca perderíamos. Ser tu crush estuvo bien, ser unos desconocidos cargados de rencor podía haberse evitado. Nos lo dimos todo sin prometernos nada, no nos juramos amor eterno y creímos que ninguno se colgaría del otro, excepto para arrancarle los pantalones. Creíamos que lo teníamos todo bajo control y no nos dimos cuenta del caos que generábamos en cada caricia. La piel erizándose en cada trozo compartido nos intentó avisar pero la ignoramos, igual que nos ignoramos ahora.

Y entonces ocurrió. Nos perdimos por diferentes caminos, dejamos de compartir viejas camisetas en desayunos tardíos y nos alejamos sin mirar atrás para una despedida.

Sabíamos que no íbamos a volver, que coincidir era evitable y que no compartiríamos más tragos. Nosotros, que nos lo bebíamos todo.

Callejeamos un tiempo para dar esquinazo a las explicaciones y un día al mirarme al espejo, las ojeras se habían ido. Con ellas se habían llevado un poco de lo que fuimos y la esperanza de que el teléfono volviera a sonar de madrugada y volviéramos a sorprendernos compartiendo camiseta. Bendita capacidad humana para olvidar el dolor. Maldita pelea interior entre el sí y el no, entre lo correcto y lo que quiero, entre sonreírte para ver si me la devuelves cuando te cruce por el barrio o ignorarte por orgullo.

Benditas oportunidades y malditos nosotros por no saber bailarlas.

Y joder,  que la resaca dura demasiado.