La tarde que evité que mi mejor amigo se suicidara

 

Casi no llego. Agradezco a mi vecina por quedarse con mis tres hijos, difíciles de encajar. También doy las gracias a aquel hombre que me cedió el paso en un cruce, haciéndome ganar segundos, y al policía que no me multó por superar la velocidad máxima permitida dentro de poblado. Me temía lo peor y se cumplieron mis expectativas.

Le había dejado su mujer. Estaba enamorado de ella desde el instituto. Lo daba todo por ella, completamente todo. Nos hemos criado juntos, como hermanos, quizá no soy objetiva, pero lo tengo como un hombre muy implicado, corresponsable y trabajador. Entonces, ¿cuál fue el problema que arruinó su matrimonio?

Como siempre, habrán mil versiones, opiniones y puntos de vista. Él no entendía por qué su esposa, con la que llevaba más de 20 años compartidos, hacía una maleta y se marchaba sin mirar atrás. Necesitaba explicaciones. Empezó a comportarse de manera impulsiva, llamándola y yéndola a visitar a la salida del trabajo, buscando su oportunidad de hablar y aclarar qué había pasado. Puede sonar tóxico y lo es; sin embargo, en su defensa, a ella no le costaba nada decirle qué fue lo que pasó y dejarlo tranquilo. Destruido, pero tranquilo.

“Es tu culpa”, le dijo. “Quiero ser madre y tú no funcionas”, agregó con malicia. La “acosó” por alcanzar una justificación y la justificación estoy a punto de matarle.

Me llamó sumergido en un ataque de ansiedad que me impedía entender el mensaje en su totalidad. Era un llanto tan desconsolado que se ahogaba con sus propias palabras. “Es mi culpa”, repetía. Hasta ese instante, desconocía que llevaban más de 5 años intentando ser padres. Médicos y tratamientos, que estaban resultando caros e infructuosos. Él me pedía perdón por no habérmelo contando, asegurándome que ella prefería mantenerlo en secreto para no añadirse presión adicional.

Se habían planteado adoptar, pero a ella esa opción no la hacía “sentir” madre y, poco a poco, se fue desencantando de su marido por resultarle inútil para su objetivo vital. Loable, no lo voy a negar, aunque su insistencia en traer una vida al mundo estuvo al borde de acabar con otra.

Tras colgar el teléfono, lo supe. Supe que cometería una locura. Dejé a mis hijos con la vecina, cogí el coche y no respeté ni una señal de tráfico. Al llegar, nadie abrió. “Dios mío, espero no haber llegado tarde”, pensé mientras buscaba la manera de entrar. Conocedora de sus rutinas, sabía que abría la puerta del jardín para dejar salir al gato a comer hierba, así que tuve que saltar un muro (más alto de lo que recordaba) para poder acceder a la propiedad privada como una vulgar delincuente.

Se había tomado todo el botiquín. Lo que pillase. Desde pastillas para dormir hasta los analgésicos de su mujer para la regla. Todo eran blíster vacíos por el suelo en un ambiente cargado a potente olor a alcohol. Un cóctel brutal.

Me asusté y llamé a la ambulancia, él estaba semiinconsciente y ahogándose en sus vómitos. Acabó ingresado en el hospital, lavado de estómago y monitorización para una vigilancia constante a la espera de complicaciones. Las hubo, pero las superó.

Según los médicos, mi intervención fue vital. No me siento una heroína, me siento responsable de no haberle podido abrazar cuando más lo necesitaba. Una vez recibió el alta, le invité a pasar un par de semanas con nosotros. Poco a poco va recuperando las energías y la sonrisa. Tiene ganas de volver al trabajo y de ayudar a otras personas que estén atravesando por una ruptura abrupta y complicada. Ojalá la vida que salvó le tenga preparado algo maravilloso.

 

Relato escrito por una colaboradora basado en la historia real.

 

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