Hace unos días, mi hijo mayor me pidió que lo llevase en brazos a la cama. Mi marido, su padrastro, lo hace casi todas las noches, es su momento de conectar, su forma de pedirle que le dé un cariño especial antes de dormir. Y, como es natural, quiso que, por un día, fuese yo quien lo hiciese. Nos reímos un buen rato mientras yo ponía excusas, lo cansada que estaba, lo mucho que pesaba… Pero él usó SU gesto, ese con el que lo consigue todo (o casi) y yo accedí. Entonces me puse de pie, él me abrazó y cuando lo quise levantar me di cuenta de que realmente ya no puedo con él. Yo reí, él se puso triste porque ahora cree que ya no soy tan joven, pero me abrazó y miró a mi marido, que ya sabía lo que le tocaba ahora.

Mi mediano me pidió acurrucarse un rato conmigo en el sillón antes de dormir. Ese es nuestro momento. Se sentó a mi lado y, mientras le acariciaba el pelo, se durmió tranquilo y relajado. Mi marido preguntó si lo llevaba a su cama, pero le dije que no, que ya lo hacía yo.

Al volver al salón, mi hija se había despertado y, aunque se duerme siempre mejor con su padre, ese día solamente quería a mamá, así que me senté en la mecedora con su cabecita en mi pecho y respiré el olor de su pelo. Ya no era el mismo, pero seguía siendo dulce, adictivo.

No hacía tanto tiempo que pasaba horas y horas cada día en aquella mecedora, acunando a mi princesa mientras todo lo demás estaba en orden. ¿En qué momento había dejado de hacerlo?

Y, entre pensamientos de añoranza y alivio porque las preocupaciones de entonces se hubieran ido solventado, caí en algo que no había pensado: ¡¿en qué momento había dejado de poder coger en brazos a mi hijo mayor?! ¡¿Cuándo había sido la última vez que, sin saber que era la última, había levantado todo su peso contra mi pecho?! Me di cuenta en ese momento, y no antes, de que jamás volvería a dormirse en mis brazos, que jamás volvería a ser mi bebé y sentí toda la pena y la angustia del paso del tiempo cayendo como una losa sobre mis preciosos recuerdos de cuando era él quien se agarraba a mi pecho con toda el ansia que puede tener un bebé hambriento. Mi bebé trampa, ese niño dulce que apenas lloraba, que aprendió a reír a carcajadas en mi primer día de la madre, que superó cada obstáculo con preguntas afirmativas, que asumió que debía compartirme con su hermano cuando aún no estaba preparado para saber qué era compartir, y lo hizo con tanto amor…

De pronto sentí que el tiempo se me escapaba, que aquel bebé que tanto tiempo había pasado mirándome como si yo fuese todo su mundo, aquel que me enseñó a ser madre y me llevó de la mano por el sendero más bonito que he recorrido jamás, ahora ya nunca más flotaría en mis brazos… ¿Cuántos «nunca más» habíamos alcanzado sin que me diera cuenta?

Esa noche, antes de dormir, me arrodillé al lado de su cama y lo vi dormir. Calmé la pequeña punzada de mi corazón apoyando mi cara sobre su mejilla caliente, viendo cómo (aún dormido) agradecía el cariño con una sonrisa entre sueños. Lo miré largo rato y vi en él a aquel bebé que me hizo amar como jamás creí que lo haría, que me obligó a ser fuerte, firme y cariñosa por encima de todo, que me hizo descubrir que la maternidad era lo más bonito de mi vida. Todavía estaba ahí, con los ojitos cerrados, confiando en mí más que en cualquier otra cosa y demostrándome su amor cada día.

No sé cuántas más últimas veces viviré sin saber que lo son, pero pienso estar más atenta. Con él, con sus hermanos… ¡Y conmigo! Porque yo también he crecido y también he hecho cosas por mi por última vez, pero siento tanto orgullo por ellos y por mi (porque no me cuesta nada admitir que me gusta la madre que soy, aunque parezca falta de humildad por mi parte) que puedo dormir tranquila cada día sabiendo que serán siempre personas maravillosas y que, si todo sale bien, querrán compartir sus vidas conmigo, aunque sea un poquito.

 

 

Luna Purple.