Me siento en una posición privilegiada. Soy madre, y soy hija. Llevo una clara ventaja sobre mis dos adolescentes que han quedado ciegos por el ataque de la hormona asesina. Ellos me han abierto los ojos a un mundo que desconocía. Algo bueno tenía que traerme esta sucia etapa de mis hijos.

Todo ha ocurrido silenciosamente. Hasta hace menos de dos meses, cuando mis padres solicitaban mi ayuda, yo, la mujer superocupada, resoplaba y maldecía para mis adentros esa dependencia de los hijos que habían ido criando mis padres a escondidas. No tenía tiempo para mí, ¿cómo me podían pedir tiempo para ellos?

La vida nos pone a todos en nuestro sitio. Antes o después…

A mí me tocó antes de tiempo, supongo. De tener millones de llamadas de trabajo, presentaciones y sonrisas forzadas con colegas de profesión, pasé a la ausencia de horarios. No me llamaban ni de las operadoras de telefonía para hacerme la mejor oferta imaginable a la hora de la siesta. Y el tiempo que antes me faltaba, ahora me sobraba.

Coincidió también que mis padres, ya mayores, decidieron volver al pueblo que los vio nacer a vivir. Tocada aún por el halo de la ex mujer de negocios que había sido, me pareció casi un alivio. Una manera limpia de librarme de las constantes peticiones de ayuda, compañía o conversación de mis progenitores. Puta crueldad la mía.

Cuando el camión de mudanza cerró las puertas y arrancó, fui consciente de la terrible pérdida que se me venía encima. Lo que antes era molestia se había convertido ya en ausencia. En un vacío demoledor. En la consciencia de que nos quedaban pocos años juntos y no lo íbamos a estar.

Hace poco tiempo que nos separamos, escaso dos meses, y ya nos hemos visto más que cuando vivíamos casi puerta con puerta. Nuestras conversaciones no son más largas, pero sí más sinceras.

Mi última proeza ha sido viajar con ellos unos días. Los tres solos. 24 horas de convivencia. Lo que no hacía desde que salí de casa hace ya más de veinte años. Y tengo que reconocer que lo he disfrutado como una niña. Porque de repente he vuelto a ser hija. A que sean mis padres los que sientan la necesidad de cuidarme y protegerme. He sentido el amor inmenso que sienten por mí a pesar de que ya peino canas y los hice abuelos hace demasiado tiempo.

Y he vuelto a casa con una actitud nueva hacia mis hijos. Quiero que sientan que, igual que mis padres, voy a estar a su lado incluso cuando crean que ya no me necesitan. Quiero transmitirles esa incondicionalidad que me han transmitido mis padres a mí en estos días. Quiero que me quieran mientras tengamos tiempo, que para peleas ya habrá otros días…

Mis cachorros hoy dicen que nunca tendrán hijos, aunque espero con toda mi alma que estén fingiendo ser los duros del barrio y solo sea una fachada más. Y que cuando llegue el día de cambiar el título y pasar de madre a abuela, mis niños, que siempre lo serán, me miren como yo miro a mis padres. Que me quieran como yo quiero a los míos. Y que no me echen de menos, como yo lo hago ahora, por no haber sabido separar el polvo de la paja en mi vida hasta hoy.

 

@mardelolmoescritora