Jorge tiene 66 años y una enfermedad neurodegenerativa. Está soltero y vive en casa de sus padres, que murieron hace años. Tiene un hermano que también está enfermo. Jorge se cae con cierta frecuencia y, una de las últimas veces que su hermano lo ayudó a levantarse, le dio un tirón lumbar. Cuentan con las visitas regulares de sus hermanas, que tienen sus propias familias y responsabilidades. Están agobiadas y, al quejarse frecuentemente de que no dan a basto, no les proporcionan un trato de calidad.

Rosario tiene 54 años. Ha trabajado toda su vida como ama de casa, así que no tiene compañeros/as de trabajo con los que hablar día a día. Tiene pocas amigas y depende económicamente de su marido, con el que ahora se encuentra en crisis matrimonial.

Marta tiene 34 años. Cambió de ciudad por trabajo y vive a más de 900 kilómetros de la suya, en la que se encuentran todos sus familiares y amigos/as. Sus compañeros/as de trabajo no hacen mucha vida en comunidad fuera del entorno laboral, y ni en el gimnasio ni en grupos de redes sociales ha cosechado relaciones significativas duraderas. Le está costando hacer amigas y apenas sale.

Los que comento son casos reales de mi entorno: personas en soledad. Hay nombres propios e historias que todos/as conocemos detrás de los datos. Y, por si estabas pensando que es algo extendido solo entre personas de la tercera edad, no: un estudio ha desvelado que menores de 25 años se sienten más solos que mayores de 65. Y sí, la clase social influye.

Soledad

Combatiendo la soledad negativa

No siempre es negativa y, a veces, incluso es deseada. Depende de cómo se viva. Ya se sabe que la soledad no es tener poca gente alrededor con la que hablar, sino no poder hablar bien, sintiéndote escuchado/a y comprendido/a.

Pero no voy a ahondar en el drama. Yo misma he sentido miedo a la soledad, y no porque la esté experimentado, sino por anticipar escenarios al conocer casos cercanos. Me asusta a futuro, pero tengo esperanza.

Tengo esperanza porque las generaciones que vienen tienen mucha más conciencia de la salud mental, dan importancia a la terapia y al bienestar, no tienen tanta tendencia a invalidar emociones y articularán (articularemos) mecanismos para combatirla.

Mano sale del agua.

No es que sea una cuestión generacional. De hecho, ya hay iniciativas que tratan está epidemia que lleva tiempo expandiéndose. Repaso algunas:

  • Viviendas colaborativas. Un caso es el de Frailes (Jaén), que el año pasado inauguró el primer complejo de viviendas colaborativas para personas mayores en la Andalucía Rural. Son habitaciones pertenecientes a una cooperativa, y la idea es que cuenten con espacios comunes y servicios básicos.
  • Proyectos de acción comunitaria en los barrios. Un ejemplo es Radars, un proyecto del Ayuntamiento de Barcelona que consiste en la creación de redes de barrio con diferentes espacios de participación. Se forman “radares” vecinales contra la soledad. La organización “Amigos de lo mayores”, por su parte, lleva años promoviendo visitas semanales y llamadas de voluntarios/as a personas mayores en sus domicilios, residencias o centros de día.
  • Robots y apps. Stevie II es un robot de asistencia social desarrollado por científicos/as en Irlanda, que sirve de apoyo en centros y residencias. VinclesBCN es una app que permite a usuarios comunicarse por mensajes de vídeo y voz o videollamadas con sus familiares y amigos u otros usuarios de la app. El Ayuntamiento de Barcelona la instala en tablets que presta a los participantes.

Celebro estas noticias como una oportunidad de reforzar vínculos en el seno de las comunidades, sin confiar ciegamente en lo que hagan otros/as y con el propósito de asumir la responsabilidad. Porque resulta curioso que, en la era de la hiperconexión, estemos tan desconectadas. Es la “paradoja de Internet”: chatear con alguien que está de fiesta a cientos de kilómetros, e ignorar al amigo que tienes delante necesitado de ser escuchado. Las iniciativas de cambio comienzan con uno/a mismo/a.

Anónimo