Desde tiempos inmemoriales, la fama se la llevan las «locas de los gatos», pero también existimos las «locas» o apasionadas de los perros.
Es mi caso: estoy enamorada completamente de ellos y, de hecho, tengo varios. Exactamente cuatro.
(Y, si pudiera, tendría una colonia entera con cientos de ellos.)
Supone bastante sacrificio, sí, pero no lo es tanto si se disfruta como lo hago yo. Nuestros paseos diarios, todos juntos, son caminatas que para mí son una gozada.
Y es que son muy buenos, una manada maravillosa y equilibrada que nunca me ha dado problemas.
Por eso me da tanta rabia cuando hay algún conflicto relacionado con los animales y se les culpa a ellos cuando en realidad ha sido provocado por el ser humano en la mayor parte de los casos.
Y, sobre todo, cuando son maltratados y esto se ningunea por el mero hecho de ser solo «animales».
Es lo que pasó en esta historia:
Un día de primavera, estaba yo paseando a mis perros tranquilamente como todos los días. Iban felices, relajados, y siempre atados.
De pronto, un niño de unos seis o siete años se acercó a ellos con una sonrisa que le cruzaba la cara. Yo pensé que simplemente tenía intención de acariciarlos y relacionarse con ellos, así que no puse ningún impedimento: mis perros son sociables y cariñosos con todas las personas y especialmente con los niños.
Aunque me gustaría que la gente tuviera la sana costumbre de preguntar al dueño antes de iniciar un acercamiento y que este hábito fuese inculcado a todos los niños por una cuestión de respeto, educación y también de prudencia, aún así ya os digo que no puse ningún problema dado el carácter noble de mis animales.
Cuál fue mi sorpresa cuando el niño estuvo encima de ellos y me di cuenta de que no tenía intención de jugar afectuosamente, pues lo único que hizo nada más llegar a nuestro lado fue pegar una patada con todas sus fuerzas a mi perro más pequeño, que se puso a lloriquear quedándose medio doblado.
El niño se puso a reír a carcajadas y a mí se me debió desencajar la expresión de mi rostro. Quizás salieron rayos y centellas a través de mis ojos que fulminaron al chiquillo.
Este seguía riendo, y entonces vi que se acercaba a otro de mis perros con algún amago en su gesto de causar otro maltrato, así que no pude evitar gritarle desde lo más profundo de mis entrañas.
No tengo nada en contra de los niños. De hecho, suelo tener mucha paciencia con ellos, pero os juro que a ese crío no lo veía en esos momentos como a un infante más sino como a un pequeño psicópata.
Le eché una buena reprimenda mientras me interponía entre su camino y el de mis animales. Estaba furiosa y lo peor era que el padre, a lo lejos, estaba no solo tan tranquilo viendo el suceso sino también riendo a carcajada limpia.
Me acerqué a él con toda mi rabia y le empecé a reprochar que no controlase el comportamiento de su hijo y que además no le riñese o le llamase la atención después de ver lo sucedido.
Básicamente, como respuesta me trató como si estuviera loca y como si aquel suceso no hubiese tenido ninguna importancia: total, el crío era pequeño, no sabía bien lo que hacía y tampoco le parecía para tanto: SOLO ERA UN PERRO.
Por un momento, me vi fuera de mí y perdí toda la educación con la que le estaba hablando hasta ese momento, habiéndole tratado de usted todo el tiempo a pesar de mi estado y correcta en el contenido de mis palabras.
Pero ahí ya se me fue totalmente la pinza: empecé a insultarle y le dije de todo menos bonito…
El hombre me respondió entonces poniéndose a mi misma altura: no solo no hubo una disculpa o arrepentimiento por los actos del niño sino que cada vez se reafirmaba más en que lo que había hecho el crío no daba motivo alguno para pedir perdón ni para que yo les estuviese montando ese numerito.
Llegó un punto en el que los dos estábamos tan alterados que me acerqué impulsivamente con toda mi intención de pegarle, como mínimo, una buena bofetada.
Mis perros ladraban de pronto, nerviosos, y tiraban de sus correas. El señor gritaba vacilándome con chulería y desprecio.
Yo gritaba más fuerte que él mientras mi cuerpo se le echaba encima. Un show.
Me tuvieron que sujetar un par de personas que pasaban por allí y que se quedaron flipando, al igual que estaba el niño protagonista de esta historia.
Pero a este y al mismo padre se les veía no solo sorprendidos sino, al mismo tiempo, disfrutando de la situación, con una especie de repugnante mueca de satisfacción y superioridad en sus caras.
Las personas que me sujetaban y me alejaban tuvieron que convencer al hombre de que se fuese de allí con el niño para evitar más problemas, ya que yo estaba tan fuera de mí que apenas conseguían contenerme y ellos continuaban riendo mientras me provocaban.
Al final se fueron, después de llamarme histérica y alguna otra lindeza desde la distancia entre sonrisas burlonas.
Os juro que tardó bastante en pasárseme el disgusto, y nunca se me fue del todo. Cada vez que me acuerdo me vuelve a subir la rabia por el cuerpo y, si me encontrase de nuevo al padre, creo que volvería a intentar devolverle el golpe que su hijo le propinó a mi perro.