Las fiestas de fin de curso o cómo torturar a una niña gorda en los 90

Equipos de música precarios, 200 padres que se creían Tarantino con su primera cámara de vídeo, tómbolas que regalaban balones Nivea… ¡qué recuerdos! No sé cómo vivisteis vosotras las fiestas de fin de curso de finales de los 90s-2000, pero a mí me generan sentimientos encontrados. ¿Por qué? Pues porque era una niña gorda y las que fuimos gordas en aquella época tuvimos que acarrear problemas que las niñas delgadas ni se planteaban. 

Para empezar, los profes solían ser los primeros gordófobos, porque en las actuaciones de fin de curso que, en mi cole, solían ser coreografías de las canciones de moda, siempre elegían a las niñas más atléticas delante y a las gordas detrás. Ya con eso te estaban mandando un mensaje muy claro: tú no eres bonita de enseñar, mejor te quedas tapadita al fondo y que se te vea lo menos posible. 

Esta filosofía no solo me parecía gordófoba, sino que además me resultaba muy injusta porque, a pesar de mis kilitos de más, de mis muslos regordetes y mis michelincitos bailaba que te cagas. Vamos, que daba clases de baile fuera del cole y tenía un gran sentido del ritmo, conque mi sobrepeso no me perjudicaba para moverme con más gracia que Sarita Jiménez que era delgadísima y se movía menos que un gato de escayola.

Ojo, que aquí no acaba la cosa. Si ya me resultaba humillante quedar relegada a un segundo plano, peor me parecían las canciones y los outfits que los mismos profes elegían. Amparándose en que fueran prendas asequibles para todos (esa parte la entiendo) solía implicar una camiseta y un short básico, o bien, camiseta básica y una especie de faja con una falda hecha de papel crepé (que alguien me explique este despropósito, please), moños imposibles con mucha gomina, maquillaje circense… Yo me sentía un poco Carlos Latre haciendo de la Pantoja de Puerto Rico, os lo juro. 

Con ese look de Crónicas Marcianas me tocaba subirme a un escenario de dudosa estabilidad que, a menudo, lo habían atornillado esa misma tarde y cuyos tablones se meneaban al pasar. En esos momentos yo pensaba: “Si tiemblan ahora que nos estamos subiendo los 22 que somos en clase, ¿qué pasará cuando todos saltemos A LA VEZ en el Boom boom boom boom, I want you in my room?” Me aterraba que el escenario también quisiera hacer boom y que todos esos padres que se creían Spielberg lo dejaran inmortalizado en VHS. Seguro que algún gracioso le echaba la culpaba a la gorda.

Otra cosa que también me parece muy cuestionable son las canciones que bailábamos con ocho años. Tengo un vívido recuerdo de un grupo tan solo un año mayor que yo bailando Salomé de Chayanne que me dejó impactada con semejante perreo intenso. Porque solo había algo aún peor que quedar relegada al fondo del escenario por gorda y era que nos tocara hacer una coreografía POR PAREJAS. Por parejas que, por supuesto, eran de chico y chica y que estaban cargadas de un fuerte componente erótico. Suena fuerte, pero es así. Se suponían que el trasfondo era romántico, pero entre que las letras hablaban de lo que hablaban y los bailes estaban muy sexualizados… me sorprende que las familias no se quejaran, supongo que estaba todo muy normalizado. 

Total, que como los niños eran hijos de gordófobos, reproducían los mismos prejuicios y alguna que otra vez tuve que aguantar las típicas risillas por lo bajo y las burlas hacia mi compañero, insinuando que lo fuera a aplastar o a romperle los dedos del pie si lo pisaba. 

Como no tengo hijos y hace mucho que no piso un colegio, no tengo ni idea de si el planteamiento de las fiestas de fin de curso ha cambiado mucho o poco. Lo único que sé es que la memoria es caprichosa y si me ponen el Boom boom boom boom de los Vengaboys la niña gorda que fui reproduce la coreografía exacta del fin de curso del 99.

Ele Mandarina