Las razones por las que SÍ voy a bodas, aunque las odie

Me sorprende la facilidad con la que la gente me dice: “Si no te gustan las bodas, no vayas”, como sucedió cuando escribí sobre la ecoansiedad que me generan. Como si fuera tan simple. Será que yo tengo muy asumido que, en esta vida, hay que pasar por el aro muchas veces y taparte la nariz para hacer cosas que no te gustan, o que no disfrutas especialmente. 

Cosechar y conservar relaciones interpersonales satisfactorias, tan necesarias, implica hacer renuncias y concesiones. Se hacen con la pareja, con la familia y con los amigos, porque las relaciones son una negociación constante. Y asumirlo, en mi opinión, es dejar de mirarte exclusivamente el ombligo y practicar la empatía, sin que el sacrificio resulte excesivo.

Contribuir a la felicidad de personas que me importan es el motivo principal por el que no renuncio a ir a bodas. Porque es un día importante para los familiares y amigos que me invitan, y que han preparado con mucho cariño.

Además, encuentro otras razones: 

 

  1. Un día de amigas

Tengo un grupo grande, aunque luego se han formado grupúsculos por afinidad o estilos de vida similares, sobre todo las mamás. Solíamos vernos viernes, sábados y domingos, más un par de días entre semana. Ahora pueden pasar meses enteros sin que apenas sepa nada de algunas de ellas, cosas de la edad. Las bodas, y las despedidas previas, son un reencuentro.

 

  1. Trasladar cariño

No me cuesta separar el cariño que siento por los novios del formato del evento, que es lo que rechazo. Y me emociono con las muestras de amor que reciben de su entorno más cercano, como padres y hermanos, cuando se ve que son sinceras. 

  1. Probar buena comida

He comido bien o muy bien en la mayoría de las bodas a las que he ido. Y, como disfruto comiendo, este es uno de los puntos que me causa mejores expectativas. Otra cosa es que me descomponga cuando vea todo lo que sobra y se tira. 

 

  1. Verme bien

Me cuesta dar con el estilismo, la verdad, lo que puede deberse a mi poco criterio estético en materia de moda. Pero, cuando lo hago, me veo bien. Me gusto, y eso siempre es buen acicate para la autoestima

 

  1. La fiesta

Lo pongo en el último punto porque depende de mi humor y del ambiente, claro. Pero, si no me apetece dar saltos, siempre hay alternativas en la terraza con los que fuman, porque las conversaciones se alargan. Y pocas veces rehúso un rato de cháchara en un contexto así. 

  • La clave: poner límites

Lo que se me hace cuesta arriba en las bodas es elegir el modelito, cebarme para evitar que se tire comida, lidiar con la sensación de despilfarro y, lo peor, hacer un desembolso de calado. Porque yo no sé a qué tipo de bodas vais, pero las mías siguen todas el mismo patrón: clásicas y a lo grande. 

Aquí se ha montado una burbuja que ni la inmobiliaria, y la máxima que siguen las parejas para seguir casándose está clara: “Me caso porque me hace ilusión, pero también para recoger todos los regalos que yo llevo dados”. Lo que hagan las personas solteras, o las que no tengamos intención de casarnos en ese plan, no es su problema.

A fuerza de asistir a bodas, y lo cierto es que voy a muchas, he aprendido a poner límites para la que la invitación no me cueste la salud mental. Es también cuestión de madurez, de dar importancia a lo que la tiene y no dejar que me sobrepasen cosas tan nimias. 

 

Mis límites:

 

  • Solo uno de la pareja asiste. Cuando no nos sentimos tan cercanos a los novios, pero se trata de un familiar o alguien que conocemos desde siempre, solo asiste el invitado, es decir, mi novio o yo. El otro se queda en casa y eso que se ahorra. 
  • Doy lo que puedo. Todas hemos sentido presión alguna vez a la hora de dar el regalo, porque no se quiere caer en el ridículo. Pero, cuando no puedo, el regalo es escueto y punto (al margen de cubrir el menú). 
  • El vestido del bazar. 10 euros me costó un vestido de boda en Sfera. Lo compré de rebajas, y aún le habían hecho un descuento mayor porque estaba la cremallera rota, que luego me arregló mi madre. He gastado mucho más en bodas y no he ido tan contenta con el resultado. Porque lo importante es eso, ir segura y cómoda.
  • Cortafuegos con la comida y la bebida. Dos copas de vino tinto en la recepción y un canapé de cada tipo. Luego, en la comida o cena, agua. Es mi manera de sobrellevar los excesos y no terminar con molestias. 
  • Una retirada a tiempo es una victoria. Ya es bastante con que los novios sepan que echo una mano en lo que pueda, asisto, doy mi regalo y voy con la mejor de mis actitudes. Cuando me tenga que ir, me iré sin mirar atrás. ¡Ni que mi presencia fuera imprescindible!
  • A bodas en segundas nupcias no voy. Depende de cómo se celebre. Si es otra boda a lo grande, lo siento, pero me retiro.

Parecen cosas muy obvias, pero me ha costado implementar algunas de ellas por lo que puedan pensar. Algo que, afortunadamente, cada vez me da más igual. 

Pero el derecho al pataleo que no me lo quite nadie. Me quejo porque quiero, punto, porque todo me parece excesivo y porque la gente hace negocio a costa de los invitados con el casamiento. Es así. Al menos, en mi entorno. Y seguiré despotricando para quien que me quiera seguir leyendo. 

Por contradictorio que suene, también seguiré yendo a bodas y poniendo mis límites para no poner en un brete mi estabilidad emocional. Disfrutando lo que sí disfruto.

 

Azahara Abril.