Era tarde de sábado lluvioso y yo estaba en casa sin ningún plan a la vista. Me hice un té calentito y me tiré en el sofá a ver una peli absurda de esas que no te hacen pensar demasiado.

Tras media hora de película en la que ya se veía venir el final, me adentré en mis redes sociales a ver videos de gatitos, de maquillaje, ropa, cocina… No parecía que fuese a ser un día muy interesante cuando, de repente, suena una notificación de Instagram. Un mensaje privado de una desconocida.

  • Hola, ¿qué tal? Veo que tienes un gatito como foto de perfil. ¿Es tuyo? Es muy bonito.

En ese momento decidí no contestar, me daba pereza entablar conversación con una persona que no conocía de nada y además tener que contarle la vida de mi gato.

Dos minutos más tarde estaba sumergida en su perfil(público), viendo cada una de sus 300 fotos, la mayoría de ellas de sus 2 gatos.

Desde que soy consciente de que vivo en este mundo he tenido un gato. Cuando me independicé echaba de menos el tener una compañía así que adopté un gatito marrón que lleva conmigo 10 años. Para mi es importante que la persona que quiera formar parte de mi vida sea amante de los animales, y parecía que esta chica tenía algo en común conmigo.

Decidí contestarle. No dejamos de hablar hasta una semana más tarde que acordamos vernos en una cafetería del centro. No sé si fue flechazo, amor, pasión, o la serotonina y dopamina cumpliendo su función, pero ya no pudimos separarnos. Un mes más tarde estaba viviendo en mi casa. Por suerte los gatos se llevaban bien.

Fue un amor de película. Nos amábamos con locura, teníamos muchas cosas en común y apenas discutimos porque éramos capaces de comunicarnos y equilibrar nuestras diferencias. Yo era muy feliz y ella también. 

Una de esas diferencias que nos costó un poco más equilibrar fue la economía. Yo trabajaba en una gran empresa y cobraba un buen sueldo. Ella estaba acabando un curso de maquillaje que parecía gustarle. Encontró un trabajo y después de meses dedicándose a ello decidió que no era lo suyo y que prefería estudiar otra cosa. Ni qué decir tiene que la que mantenía a la pequeña familia que habíamos creado era yo. 

Seguía locamente enamorada, así que después de un año de relación le pedí que se casara conmigo. Me dijo que sí, pero con la condición de que solo fuéramos ella y yo, no quería nadie más en la boda y que su sueño siempre había sido casarse en Nueva York.

Obviamente, acepté. Las dos 2 solas, en Nueva York. Para mi fue maravilloso, desbordaba felicidad. Nos dimos caprichos, recorrimos las calles de esa gran ciudad. Ella pedía y yo le daba. Todo, absolutamente todo, lo pagué yo.

Un día (2 años de relación llevábamos) me dice que se ha matriculado en un curso privado fuera de España, que es un fin de semana al mes, que dura 3 años y que cuesta la friolera de 400 euros mensuales, más hotel, avión y mantenimiento, y que hay que abonar 1500 euros de matrícula que se descuentan del precio final. Un curso de nutrición y dietética que es buenísimo, que abría muchas puertas laborales y que era el sueño de su vida. Así me lo vendió.

Obviamente, se lo pagué. Le pagué el curso, y cada fin de semana que se iba y todo lo que allí gastaba. Pagué la casa en la que vivíamos y los muebles que ella quiso comprar. La ropa que usaba, la comida que quería comer, las cosas de ocio que ella quería hacer. Los viajes y lugares que quería visitar.

Le di mi dinero, mi tiempo y mi amor, durante 7 años que duró la relación.

En mayo la cogieron para un trabajo que no era de su total agrado pero al menos nos daba un respiro económico. Al poco comenzó a estar más distante, más fría. Lo achaqué al cansancio y falta de tiempo ya que ambas trabajábamos demasiado. Tampoco era una situación nueva, ya habíamos pasado por temporadas así a lo largo de los años. 

Era septiembre, un martes, a las 4 de la tarde, salí antes de trabajar y me fui corriendo a casa a darle una sorpresa, la recogería y nos iríamos a pasar la tarde juntas. Quería llevarla a la cafetería donde nos conocimos y recordar esos primeros momentos juntas.

Pero la sorpresa me la llevé yo. En casa no estaba ella, ni sus cosas. Solo sus llaves encima de la mesa del salón. Ni notas, ni mensajes. NADA. Sentí un vacío muy grande. La llamé muchas veces, escribí mensajes….NADA. Se había llevado parte de mi, de mi vida y de mis cosas por cierto. Pero tuvo un detalle para que no me sintiera tan sola, me dejó a sus queridos gatos. Gatos que no quería ni ver de la rabia que sentía, pero que he cuidado hasta el fin de sus días. 

No entendía nada. Nunca más hable con ella. Sus amigos no me cogían el teléfono, ni contestaban mis mensajes. Me bloqueó de todos lados. La ira, la angustia y la tristeza se apoderaron de mi. Los ansiolíticos y antidepresivos fueron mis compañeros durante el año siguiente.

Casualidades de la vida un amigo la vio por la calle un día. Iba con un chico de la mano mostrando una actitud cariñosa. Ahí lo entendí todo.

Después de 7 años de relación, se había marchado de mi vida sin despedirse, sin hablar, por irse con un tío que apenas conocía.

Años después miro hacia atrás y me doy cuenta que el amor me cegó, hasta el punto de no ver lo realmente tóxica que fue la relación. Hasta el punto de no ver las cosas horribles que hacía. Pero eso ya lo dejo para otro post.

 

*Relato escrito por una colaboradora basado en historia real