Ella era una señora muy formal. De las que no dicen palabrotas ni salen de casa sin retocarse los labios, con el pelo siempre en un moño perfecto. Caminaba por la calle con la mirada fija al frente, sin molestarse mucho en mirar a su entorno, a saludar a algún vecino de toda la vida, solamente a mirar con desprecio a los niños de la acera de enfrente que, al jugar a la pelota, pisaban el césped de una zona común y hacían algo de barullo. No como sus dos hijos, que iban siempre vestidos como para hacerse una sesión de fotos, peinados al milímetro, formales, derechos, a su lado, sin abrir la boca. Yo la veía pasar con ellos, siendo yo una de las que pisaba el césped y me parecía tan elegante… Pero ellos me daban mucha pena. Nunca se podían manchar las rodillas de barro ni ir saltando al caminar. Siempre iban firmes, como desfilando, y nunca, nunca sonreían.

Todos nos fuimos haciendo mayores y el moño de aquella señora empezaba a clarearse con alguna cana, que lucía, por supuesto, muy elegante. Los niños dejaron de ser tan niños y ya no salían tanto con su madre. Aunque, cuando ella iba a hacer la compra, siempre le acompañaba uno de ellos para ayudarla a subir las bolsas, siempre el mismo, el pequeño. Entre ellos se llevaban poco tiempo y no los veíamos interactuar mucho por la calle, pero si se apreciaba cierta predilección en su madre por el pequeño. El mayor se fue, al pasar la adolescencia, a estudiar a otra ciudad y, a nuestros ojos, desapareció del mapa. Pero el pequeño ahí seguía, sujetando con firmeza las bolsas que su madre llenaba en el super, firme, serio… Pero al llegar la noche… Él es un poco más mayor que yo, así que cuando empecé a salir, él ya era conocido en los locales de moda. Me llamaba la atención que siempre estuviera cerca de la entrada a los baños y que entrase cada poco tiempo. Como siempre me parecieron unas personas tan peculiares no le di más importancia, yo, que era tan inocente…

Con el paso del tiempo entendí por qué siempre cogía su lugar estratégico, por qué los porteros de algunos locales lo “invitaban a irse” cuando no estaba armando follón y por qué otros lo saludaban con tanto cariño.

Unos años más tarde, su hermano volvió a casa. Había estudiado una ingeniería y venía dispuesto a ayudar a su hermano pequeño con los estudios, como su madre le había pedido. Pronto se percató de que el problema más urgente que tenía su hermano no eran los estudios y empezó a acompañarlo a todas partes intentando guiarlo por el buen camino. Para sorpresa de nadie, unos meses después, ese hermano mayor formal, recto y responsable, estaba en el centro de la pista con las pupilas dilatadas y la mandíbula bailando a mayor velocidad que él. Todo ese tiempo reprimiendo su naturaleza juvenil, todas esas ansias contenidas de bailar, saltar, volar… Estaba ahora desatado y sin frenos.

Al principio, durante el día, la estampa era la misma. Salían cada mañana con su madre a la plaza a comprar pescado fresco o a por el periódico. Pero pronto empezó a verse a aquella señora sola, mirando a los lados como buscando ayuda o consuelo, pero igual de seria y recta que siempre. Más tarde empezó a pararse a hablar con las vecinas, a dar los buenos días… Era como si hubiese decidido bajar el peldaño que la separaba del común de los mortales y rebajarse a ser igual que las demás vecinas. Las señoras del barrio creyeron que era por la edad. Yo me imaginaba que buscaba refugio para escapar del caos que le esperaba al llegar a casa. Sabía que las críticas de las vecinas estaban a punto de empezar y quería hacerse amiga de ellas antes de que fueran demasiado crueles, como lo sería ella en su situación.

Una mañana bajó temprano, con los ojos abiertos en una expresión exagerada de susto. La vieron pasar con el moño a medio hacer, corriendo hacia el jardín que antaño miraba de reojo. Allí estaba su hijo pequeño, llorando impotente, sujetando la mano de su hermano mayor, que yacía inconsciente sobre un charco de su propio vómito. Cuando la ambulancia llegó, él ya empezaba a volver en sí. Días más tarde habló con una vecina sobre la indigestión de su hijo mayor, que no estaba acostumbrado a cenar mucho… Vio en los ojos de aquella señora que todo el barrio sabía de sobra que los gritos que salían de su casa no venían de la tele, que sus hijos rara vez llegaban a casa antes del amanecer y que si no lucía aquellas preciosas joyas de oro que le ayudaban a mirar al resto por encima del hombro, era porque ya no las tenía.

Ambos chavales desaparecieron un tiempo. Al parecer logró que entrasen en un programa de desintoxicación. Saldar las deudas de su hijo pequeño le costó un poco más. Pintadas en el portal, ruedas del coche pinchadas… Pero finalmente, como pudo, pagó lo que su hijo había dejado a deber antes de desaparecer.

Cuando volvieron a casa parecía que habían viajado en el tiempo. Volvían a salir solamente cuando acompañaban a su madre, aunque esta se mostraba mucho más humilde y cercana.

Años después, el hijo mayor se casó y se fue lejos del barrio. Dicen que encontró un buen trabajo y tuvo dos niñas sanas. Su nueva vida nada tenía que ver con aquellos meses de descontrol y desenfreno al acabar la universidad. El hijo pequeño fue otro cantar. Él, a fin de cuentas, no conocía otra vida, y pasó años entrando y saliendo de la clínica, entrando y saliendo de la cárcel… Y es que, aquel niño formal, repeinado y excesivamente educado, era el culpable de su propia desdicha, era quien había corrompido a su hermano durante un tiempo, era quien más droga movía en la zona… Y su madre lo miraba con amor y desesperanza, soñando con que cargase sus bolsas de nuevo sin miedo a que lo hiciera para conseguir algo a cambio, temerosa de qué pasará con él cuando ella falte, cuando no pueda obligarlo a reinsertarse aunque sea un tiempo, qué será de su hijito formal y firme… Y cuanta culpa será ella capaz de tragar al pensar que, si hubiese permitido a su hijo ser un niño, si le hubiese dejado disfrutar su adolescencia, quizá no estarían ahora así. Aunque quizá si, y eso ya no hay manera de cambiarlo.

Ahora me saluda muy amable al pasar, me pregunta siempre por mi madre y mis hermanos mientras coloca los mechones que se escapan de su moño a medio hacer. Cada vez que la veo siento una enorme nostalgia. Me resultaba extravagante y presumida cuando era más joven, pero me da tanta pena verla ahora. Tengo, incluso, la sensación de que es mucho más bajita ahora. Será que ya no parece haberse tragado el palo de la escoba. La última vez que supe de su pequeño, estaba en la cárcel de nuevo. Esta vez lo habían pillado con una cantidad de estupefacientes suficiente como para que no los suelten en un tiempo largo. Ojalá algún día encuentre la motivación para salir de esa mierda y darle unos años de tranquilidad a su madre, que bien merecida la tiene.

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