¡Hola sirenas!

Si has llegado hasta este artículo es porque te has independizado o vas a independizarte (o que no hay nada interesante en la tele) y hay una serie de cosas que nadie nos cuenta pero que a todos nos pasan.

A priori, el hecho de independizarse puede parecer maravilloso: pasearte desnuda por la casa, comer a la hora que te dé la real gana (y lo que te dé la gana), poner música a todo volumen (siempre y cuando no tengas vecinos tocapelotas), llegar a la hora que quieras sin dar explicaciones, adueñarte de Netflix en la televisión…

Todo comienza con ese bonito y emotivo momento en el que te despides de tus padres y de comprarte trapitos porque te vas a dejar todo el dinero en el alquiler. El siguiente palo viene cuando te pasan las facturas de agua, luz y gas de las que en los últimos 20 años se ha encargado papi- ¡¿pero esto no se pagaba solo?!

La primera semana sobrevives a base de los tuppers de tu madre (saboréalos bien, todo lo bueno acaba), pero de repente una mañana, cuando aún no te has quitado las legañas, la realidad te golpea en toda la cara y te das cuenta de que todo lo que tienes por desayuno es un trozo de pizza del Domino’s de la noche anterior y un yogur. Aquí es cuando empieza la fase de autoengaño –a ver, el desayuno no es tan importante y además ya son las 12, puedo bajar a comprar y como temprano-.

Ya de vuelta en tu habitación, te dispones a vestirte, pero te das cuenta de que no tienes limpio ningún sujetador –bueno, libres domingos y domingas-. La gracia viene cuando tampoco hay calcetines ni un triste tanga. Entonces te armas de valor y coges la bolsa del Alcampo que tienes llena de ropa sucia y te dispones a poner una lavadora. Da igual que lleves poniendo lavadoras en casa toda tu vida y que lleves 17 años trabajando en Balay, la lavadora de tu apartamento será de una marca que dejó de existir hace varios siglos.

Entonces te resignas a llamar a tu madre, llamada que habías estado evitando porque cuando ella te daba todos esos consejos de madre, tú te limitabas a decir “vale, sí, claro, mamá no soy estúpida”. Y sí, tu madre con una foto de los botones sabe cómo hacer que la lavadora te lave, seque, planche y coloque en el armario la ropa (y te haga unas croquetas de cocido).

Lavadora puesta, te tomas un merecido descanso; pero de camino al salón te encuentras con algo en movimiento en el pasillo- ¿cómo de pedo iba anoche que metí en casa un hámster? –Te acercas cuidadosamente y te das cuenta de que se trata de una pelusa que te planteas si barrer o no porque podrías pasarle la mitad del alquiler.

Con la casa y la ropa limpias, sientes la enorme tentación de llamar a Just Eat y pasar de cocinar, pero tu estómago (y tu bolsillo) no aguantan comida a domicilio ni un día más. Es entonces cuando empiezas a creerte Chicote porque de tantos veranos en el pueblo viendo a la abuela cocinar, algo se habrá quedado; cuando la realidad es que eres como un Sim en nivel 1 de cocina, que se te quema hasta una ensalada.

Si tenéis la suerte de vivir en la misma ciudad que vuestros padres, podéis hacer la de ir los domingos a comer a casa con la excusa de visitar a la familia; pero si os pasa como a mí que vivo a 500km de casa, tendréis que aprender a sobrevivir con lo que Mercadona os ofrece (que no es poco).

En fin, a todo se termina acostumbrando una y puede ser hasta divertido; pero, señoras y señores, lo que nadie jamás de los jamases ha superado, es la mamitis que nos entra a todos cuando estamos malos. Y es que claro, con tanto pasearse en bolas por la casa, a una se le agarra la garganta.

Elenita Banana