Me había despertado más temprano de lo necesario e inusitadamente enérgica y optimista. No sabía qué me había dado, pero, como iba bien de tiempo, antes de salir del baño y continuar con la rutina de la mañana, me puse máscara de pestañas y me pinté los morros de rojo. Unos minutos después, entré a la habitación de mi hijo, levanté lentamente la persiana, y me senté con cuidado al lado de su cuerpecito dormido.

Buenos días, mi amor.

-(sonidos ininteligibles)

-Venga, arriba, hay que ir al cole.

Mi niño se desperezó, se incorporó, me miró aún a medio despertar y, de pronto, con los ojos muy abiertos y el rostro lleno de ilusión, me espetó:

Buah, mamá, pareces una chica normal.  

La madre que me parió.

¿Cómo que una chica normal? ¿Perdona?

‘Gracias, cariño, me lo voy a tomar como un cumplido’, fue lo que le dije, al fin y al cabo, el pobre no tenía la culpa. No era su intención desestabilizarme todos los chacras con esas cuatro palabras. Pareces una chica normal.

Me cago en mi manto.

 

¿Qué te hace ser una chica normal? ¿Soy anormal porque no suelo pintarme los labios?

¿Dónde ha aprendido eso un canijo de apenas cuatro años y qué puedo hacer para evitar que tal conocimiento llegue a su hermana pequeña?

La frasecita de mi hijo se me quedó atascada en el subconsciente, se me repetía y me volvía a la mente como un gazpacho pasado de ajo.

El niño no me dijo si estaba más guapa, más fea, o incluso diferente. Me vio con rímel y los labios pintados y se alegró de verme normal.

Y yo no sabía qué me dolía más, no ser normal a sus ojos inocentes, o cómo me miraban cuando me vio maquillada.

Hace tiempo que me la trae floja lo que los demás piensen de mí, francamente, pero esto no aplica a mis hijos, de hecho, me preocupa lo que otros niños puedan decirles sobre el aspecto físico de su madre y cómo esto les puede llegar a afectar.

Sin embargo, que mi hijo no necesitase un impulso externo para juzgarme y sacarme del cubo de la ‘normalidad’, me pilló con la guardia baja.

¿Y cómo un niño tan pequeño, que solo se relaciona con adultos y otros niños de su edad, que apenas ve la tele y no tiene acceso a Internet, llega a esa conclusión? Tiene que ser una cuestión de pura observación. No hay otra explicación.

Al llegar al colegio miré a las otras madres con más detenimiento del habitual. La mayoría iban mucho más arregladas que yo.

En realidad… pasarse un peine antes de hacerse una coleta ya es arreglarse mucho más que yo, pero bueno, el caso es que, la que más y la que menos, iba peinadita, usaba bolso en lugar de mochila, llevaba algo de maquillaje, o iba bien vestida y no con leggins, una camiseta gigante y botas tipo Ugg en su versión de Primark… Ains.

 

Cuando abrieron las puertas reparé en las profesoras. Una iba como recién salida de la ducha, con el pelo todavía empapado, pero llevaba un colgante a juego con la ropa y los pendientes (yo lo único que me cuelgo al cuello es el móvil o mi hija pequeña). La otra maestra llevaba la melena planchada y los labios pintados.

Me fui a trabajar aún pensando en ello y cayendo en la cuenta de que nuestras familiares, amistades e incluso las vecinas y otras mujeres con las que se relaciona mi hijo, son de las que combinan la ropa, van a la moda y/o se pasan por chapa y pintura antes de salir de casa, aunque sea mínimamente.

Gordas, delgadas, altas, bajas, rubias, morenas, pelirrojas, canosas, jóvenes, mayores, maquilladas, con la cara lavada, peinadas, con la melena al viento, en tenis, en tacones, modernas, clásicas… Y aún así todas dentro de un canon más o menos laxo en el que, a ojos de mi hijo, yo no terminaba de encajar.

 

Entonces ¿qué?

Que el niño tenía razón: NO SOY NORMAL.

Es más, soy tan anormal, que lo único que consigo, y solo a veces, es parecer normal.

Pero eso no me hace ni peor ni mejor, sólo un pelín diferente.

Y es que no todas somos iguales ni nos gusta hacer las mismas cosas. Quizá seamos menos, pero en el colegio de mi hijo, ahora lo sé, hay alguna que otra madre en chándal y crocs, alguna melena gris e incluso una que lleva el pijama oculto bajo la gabardina. Cuando nos cruzamos nos reconocemos y nos dedicamos una mirada intensa que pasa desapercibida a los demás, pero que viene siendo algo así como un saludo entre moteros con el que nos mostramos nuestros respetos.

Pero sé que también tengo el respeto de la chica que llega cada mañana con el eyeliner perfecto (¡en los dos ojos!), de la que va siempre subida en unos tacones de infarto, de la del cabello peinado con unas ondas divinas, de la trendy… de todas.

Porque, en realidad, nada de eso importa. Somos simplemente mujeres, hermanas, cada una con su estilo, sus gustos, sus fobias y sus filias. Unas más normales y otras más alternativas, pero todas reales y maravillosas.  Eso es lo que quiero inculcar a mis hijos.

Han pasado dos años desde aquella mañana en la que se me ocurrió usar un lápiz labial y sigo saliendo cada día de mi cuarto vestida con ropa más cómoda que favorecedora, con una coleta despeinada en la cabeza, y el calzado más parecido a zapatillas de andar por casa que pueda encontrar. En todo este tiempo, me he maquillado en tres ocasiones, y dos de ellas para acudir a bodas.

No me maquillo. No cuido excesivamente mis looks ni mi aspecto general. No me gustan las cremas ni los perfumes. No uso joyas ni bisutería. Voy a la peluquería una o dos veces al año.

Tengo tatuajes y a veces me pongo el pelo de colores. Mi rutina mañanera solo dura unos pocos minutos. Siempre puedo permitirme sentarme en el suelo de cualquier manera. Invento juegos. Cuento historias. En ocasiones veo barras de labios, me da por usarlas y me gusta el resultado, pero hacerlo a menudo me da perezón.

Me acepto y me quiero tal como soy.

Y nunca voy a cambiar.