Me apunté al gimnasio para ligar y ahora la mujer de mi entrenador intenta matarme

 

“Mens sana in corpore sano”, o eso dicen. Ahora toda l@s Influencer de Instagram y TikTok te recomiendan ir al gimnasio para ponerte en forma. Pero yo no quiero cambiar mi físico, soy feliz como estoy, lo que quiero es pillar cacho y con esa intención, encontrar un buen maromo que me quitase las penas, decidí apuntarme un gimnasio.

Al principio dudé si apuntarme a un gran gimnasio comercial, tipo franquicia o a un centro de barrio. La primera opción tenía como punto fuerte que hay mucha más gente, sin embargo, es más impersonal. Allí todo el mundo va a entrenar con los cascos y la música a tope y apenas levantan la mirada de sus máquinas. En el gym de barrio, el de toda la vida, hay menos opciones porque hay menos gente apuntada, pero tiene la ventaja de que el espacio disponible es más reducido y parece propiciar que las personas interactúen entre ellos. Además, en el gimnasio que encontré cerca de mi casa, apenas si había chicas apuntadas. Eso me llamó la atención porque el fitness está super de moda, pero me pareció que podía ser algo que jugaría a mi favor teniendo en cuenta mis planes. 

Así que me preparé para mi primer día.  Para comenzar, he de decir que ahora lo que se lleva es hacer musculación. Es mucho más chic y es donde más opciones tienes de relacionarte con las personas que te rodean.  En estas circunstancias es más fácil entrarle a alguien con las frases típicas, como “¿te queda mucho en la máquina?”, “¿Has terminado con esas pesas?” o la que más me gusta de todas, ya que propicia un acercamiento un poco más íntimo; “¿Nos alternamos?” Esto último significa compartir una de las máquinas de entrenamiento por turnos y ahí ya vas tanteando la cosa; hay que fijarse en si te da conversación y en si te ayuda en las últimas repeticiones.  Con un poco de suerte, si ha habido feeling, te propondrá seguir el entrenamiento juntos. Si pasa esto último ya tienes el polvo medio asegurado.

Justo eso fue lo que me pasó con un chico, Mario. Uno de esos hombres que ves de lejos y ya sientes el impacto de su masculinidad. Con un cuerpo hercúleo que bien podría haber sido cincelado por los dioses, su rostro de mandíbula ancha y su ojazos color miel, no dejó espacio a la duda; quería que me tatuase los mosaicos de las duchas en la espalda. 

Conectamos en seguida. En cuanto le pedí que me ayudase con un ejercicio, se ofreció a acompañarme con el entrenamiento. Yo pensé que había triunfado. De hecho, empecé a plantearme si invitarlo a casa o intentar colarme en alguna sala del gimnasio, así en plan Kamikaze sexual.  Todo se estropeó un poco cuando me habló de su tarifa (como entrenador, no como suministrador de sexo, aunque tuve mis dudas por un momento) Supongo notó mi decepción y aunque acepté contratar sus servicios, me dejó caer que estaba casado. De hecho, su mujer, una chica pelirroja con pinta de valquiria, estaba por allí entrenando. 

Al principio, todo normal. Pensé que entrenar con él me vendría bien no solo para mejorar mi técnica y alegrarme la vista, porque que no se pueda tocar no significa que no se pueda mirar, sino también para que me fuese presentando a otras personas del gimnasio. A él lo conocía todo el mundo y eso me ayudaba a romper el hielo con los otros chicos. 

Pero comenzaron a pasar cosas extrañas; A los pocos días de entrenar con Mario, estando en la ducha, empezó a salir el agua fría de repente. El cambio brusco de temperatura me cortó el cuerpo. Por instinto di un paso hacia atrás saliendo del habitáculo y mis pies, en lugar de tocar el suelo seco, me hicieron percibir una sensación líquida y jabonosa. Eso sumado a la humedad evidente de mi cuerpo y a mi reacción brusca, hicieron que resbalase y cayese hacia atrás. Podría haber sido más grave, pero tuve la suerte de reaccionar a tiempo y agarrarme de la cortina de la ducha, de lo contrario, seguramente y como poco, me hubiese partido algún hueso. 

Cuando se lo comuniqué al dueño del gimnasio se extrañó muchísimo.  Me comentó que pocos minutos antes la mujer de Mario se había duchado y no había tenido ningún problema con la temperatura del agua. Que revisarían el calentador, pero que era la primera vez que ocurría. 

Me había llevado un susto de muerte, pero no le di demasiada importancia. Ese tipo de accidentes pasa en las mejores familias. No me planteé nada más.  

Un par de días después volví a sufrir otro infortunio. En esta ocasión estaba haciendo un ejercicio, donde una barra cargada con pesas en sus extremos descansaba sobre mí a la altura de mi cuello. Entre serie y serie, la dejaba enganchada en una estructura de metal que, en forma de jaula, le daba soporte a la barra.  Esa estructura tenía dos enganches de seguridad laterales, que se desbloqueaban con un movimiento de la barra, para poner el peso en movimiento en el momento en que se estuviese preparado para comenzar de nuevo con el ejercicio. Pues el caso es que tenía la barra bloqueada y estaba recuperando un poco el aliento cuando, de repente, vi como la barra caía sobre mí. Apenas me dio tiempo a interponer los brazos en un intento de protegerme la cara. El golpe era inminente y el dolor estaba asegurado y mientras intentaba salvar mi cuello y aunque estaba asustada, me pareció ver el reflejo de una melena roja alejándose de allí a toda prisa.

Quizás esté equivocada, pero ya eran dos situaciones en las que mi integridad física había estado en peligro y en las que la Valquiria pelirroja estaba cerca. Por suerte, cuando vi la barra caer no solo me tapé la cara, sino que en un movimiento reflejo, me eché hacia atrás y el peso cayó sobre mi pecho. 

Tengo miedo; cuando salgo del gimnasio veo a la mujer de Mario en su coche, acechándome. Puede parecer una locura, pero creo que quiere matarme. Ahora entiendo por qué no hay chicas en este lugar.  Lo mejor será darme de baja y buscarme otra afición, porque está claro que hacer deporte aquí va a costarme la vida.  

 

Lulú Gala