Jamás he aspirado a comprarme un piso en la ciudad en la que vivo. Es que ni se me ocurriría y por varios motivos. Porque no hay ninguno que me pueda permitir, salvo que me toque el Euromillones, y porque mi intención es volver a mi pueblo en algún momento de mi vida. No soy una persona de ciudad, no lo soy. Pero he terminado trabajando aquí porque fue lo que encontré y una cosa llevó a la otra y… aquí sigo, soñando con el día en que pueda meter mis cosas en cajas y regresar al lugar que me vio nacer y donde tengo a mi familia y la mayor parte de mis amigos.

No es que no sea feliz aquí, es que siento que es temporal. Lo necesito, de hecho.

Pero, vamos, que con esto lo que quiero es explicar por qué cuando mis padres me comentaron que una prima lejana vendía su antigua casa, no me lo pensé. En el pueblo la vivienda cuesta una décima parte de lo que me costaría en la ciudad. Aunque no solo era eso. Es que me pareció que era el momento de invertir esos pocos ahorrillos que tenía para dar la entrada, incluso aunque fuera para una casa en la que no iba a residir. Por el momento, iba a reformarla con calma, decorarla poco a poco, disfrutarla durante las vacaciones.

Tener una vivienda allí me afianzaría en mi idea de volver en cuanto fuese posible. Podría escaparme algún fin de semana para trabajar en ella. Podría alquilarla por días sueltos y sacarme unas perrillas. Podría, podría, podría. Pues venga, que le eché valor y me la compré.

Y qué felicidad la mía. Cuánta ilusión depositada en cuatro paredes viejas y un tejado que se llevó los primeros euros que dediqué a las changas varias que necesitaba la casa. Todavía le quedaba mucho por hacer, no obstante, en cuestión de unos meses y de mucho trabajo, mi casita ya estaba más que habitable. Eso lo veía yo, y debía de verse también desde la calle, porque solo un par de semanas después de quedarme a dormir en mi casita por primera vez, recibí la llamada de mi padre con la noticia que nunca creí que iba a escuchar.

Mi casa estaba okupada. Una familia compuesta por dos adultos y dos chavales con pinta de ser mayores de edad se habían metido a vivir en mi casa solo dios sabía cómo y cuándo. Y no voy a meterme en cómo funciona la ley en estos casos porque podría pasarme tres días enteros rajando.

Pero el caso es que recuperar mi casa no fue fácil. Nada fácil. Hubo un momento en el que casi me rendí a la evidencia de que les había entregado mis ahorros, mi trabajo, la fracción de mi sueldo que se comía la hipoteca, la que se llevaban los recibos de agua y luz, y todas mis ilusiones a esos indeseables que habían reventado la puerta y luego cambiado la cerradura. Unos indeseables que no atendían a razones y no tenían ningún respeto por nada ni nadie.

Afortunadamente, logré recuperar mi casita. Ahora bien, después de dejarme el dinero que no me sobraba en una empresa especializada en desokupación, que manda narices. Por no decir nada del estado en que me la encontré cuando pude volver a ella. Ni del dinero que estoy gastando en arreglar todos los desperfectos y en quitar la mierda que me dejaron de regalo para el recuerdo.

No me arrepiento de haberme decidido a hacer la inversión, pero aún sufro las consecuencias de la okupación. Y, encima, ahora vivo con un miedo que antes no tenía.

 

Anónimo

 

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