La verdad es que no tengo mucha costumbre de asistir a funerales en general. Si muere alguien cercano, o algún familiar de alguien cercano, suelo acercarme al tanatorio a dar el pésame (a veces lo soluciono con un whatsapp bonito), pero jamás me trago el funeral en iglesia o en el cementerio.

Desgraciadamente, mi facilidad para la escritura hizo que toda la plantilla de la oficina donde trabajo decidiera que yo era la mejor persona para redactar y leer en alto unas palabras dedicadas a Ramón, un compañero nuestro muy querido que falleció recientemente. Me resistí, pero la verdad es que decidí seguir hacerlo por él, por Ramón, que era el típico tío super majete que me había alegrado más de una y de dos mañanas de horrible trabajo.

Le dí un montón de vueltas, tuve que informarme mejor sobre su familia (después de un montón de años trabajando juntos, me dí cuenta de que no presto mucha atención a las conversaciones sobre lo cotidiano, como la familia por ejemplo). Descubrí que tenía tres hijas, y no una, como yo pensaba, que su esposa era alemana y se llamaba Heidi, y que lo que más le gustaba hacer a Ramón era andar por el monte con sus dos perros labradores.

Me reblandecí mogollón con su historia: las fotos de su facebook mostraban un Ramón siempre sonriente y siempre acompañado, así que imaginé que el funeral estaría abarrotado, como suele ser cuando muere alguien relativamente joven.

Era un funeral “civil”, en el único cementerio que hay en mi ciudad, pero tuve que mirar cómo se iba por GPS, porque ni idea de dónde estaba. Cuando llegué, efectivamente, tuve que acabar aparcando fatal, porque llegaba demasiado justa de tiempo, como es costumbre mía, y acabé dejándolo subido a una acera.

Entré la última, literal, y fui avanzando posiciones hasta llegar a las primeras filas, con el corazón a mil, pensando en que tenía que salir a hablar con toda aquella sala abarrotada.

Entonces me asaltaron las dudas. ¿Cuándo tenía que hablar yo exactamente?

Me dijeron que después de la familia y amigos, pero yo no sabía quiénes o cuántas eran estas personas exactamente ni cuánto iban a tardar, así que empecé a ponerme super nerviosa y volví la vista atrás en busca de mis compañeros y compañeras del trabajo, que seguro que lo tenían más claro que yo. Pero no veía a nadie. Nadie conocido, nadie que pudiera recordar de sus fotos de facebook, absolutamente todas las caras que veía eran totalmente ajenas.

A mí ya me corría un sudor frío por el cuerpo que no sabía qué hacer y juro que estuve a punto de acercarme a alguien y decirle “oye, ¿de quién es este funeral?”, pero me pareció demasiado. Así que respiré hondo, porque la gente ya empezaba a mirarme raro, tantas vueltas que estaba dando y tan nerviosa que estaba, y me quedé ahí con los brazos cruzados a ver si nombraban al fallecido.

El señor que hablaba no decía nada de la persona en sí, sino que filosofaba sobre la vida y la muerte, como hacen los curas pero omitiendo a dios y demás, y tuve que esperar a que saliera una mujer y nombrara a la pobre Maria Luisa, que en paz descanse también, para darme cuenta de que yo no estaba en el funeral correcto.

Primero entré en pánico pensando que se estaría celebrando el funeral de Ramón a la vez en alguna otra sala cercana y estarían esperando a la idiota que se había confundido de funeral, pero enseguida recordé que me habían dicho que en aquel cementerio, por su tamaño reducido, los funerales se celebraban de uno en uno, y ahí me relajé.

Esperé a que terminara, por respeto a Maria Luisa, y al llegar al coche revisé mi móvil. Me había adelantado un día.