[Texto escrito por una colaboradora a partir de un testimonio real]

 

Uno de los estereotipos de género que más me molestan es el de atribuir a las mujeres la imagen de persona limpia y refinada. No critico a quien busque tales cualidades, sus motivos tendrá. Lo que critico es que se asuma que tiene que ser así, y que se minusvalore a las chicas que no encajan en esa subjetividad.

Tengo un amigo que ahora está reconduciendo su vida profesional y se ha puesto a hacer una FP presencial. Pasamos ampliamente los 30 años y allí lo que más se encuentran son gente de diecilargos y veintipocos, así que se produce choque generacional. La convivencia entre “millennials” y zetas.

Una de las veces que le pregunté cómo le iba, mi amigo me comentó que estaba incluso haciendo amistades en el ciclo. Pero también me confesó que le había sorprendido el nivel de explícitos que alcanzaban algunas chicas jóvenes al hablar de relaciones, sobre todo de sexo. Cuando sonreí me dijo: “Tía, nosotros eso no lo hemos vivido”.

Mi amigo es una persona comprensiva y dispuesta a revisarse, así que entendió que su sorpresa venía de la asignación de cierta imagen a las mujeres. Pero no todos son como él, como me dejó claro otro tipo al que conocí.

Tú no puedes ser vulgar, él sí

A los “señoros” les molestan muchísimo las mujeres que insultan, las que escupen, las que eructan, se peen y no escatiman en detalles a la hora de describir sus encuentros sexuales. No hay necesidad de ser vulgares, vale, pero tenemos tanto derecho como ellos a serlo. Hasta el mismo estoy de que se me atribuya la imagen de princesita, solo por tener tetas, y confiesen su decepción cuando me ven hacer según qué cosas. No puedo hacerme cargo de las expectativas que tú te has creado, Joaquín, alimentadas para el dichosito patriarcado.

Hay una delgada línea entre ser poco fina y ser descuidada hasta el punto de que la otra persona sienta que no le tienes respeto. Yo estoy convencida de estar en el primer grupo, por mucho que el tipo del que hablo me quisiera hacer creer otra cosa.

De manera muy sutil y educada, se la pasaba dándome lecciones de comportamiento. Era como la lluvia fina, que parece que no, pero al final acabas calada hasta los huesos. Un día me recriminaba mi forma de sentarme, otro que dijera algún improperio y al otro que llevaba ropa muy informal.

Casi me montó un consejo de guerra en una ocasión en la que, estando los dos solos en mi puta casa, se me escapó un eructo después de comer. Me siento en la lamentable necesidad de justificarme, pero os juro que no fue una de esas flatulencias que se exageran para que resuenen más. Fue un segundo. Una de estas que se escapan y a la que no das la menor importancia, ni siquiera cuando no conoces a la otra persona.

Yo cada vez me tomaba peor sus comentarios porque no era uno, sino algo continuo. Pero, es que encima, él no estaba como para ir dando lecciones de comportamiento.

Ogro busca señora bien

Uno de los días en el que él tuvo a bien darme uno de sus consejitos de modales, le afeé que tuviera la desfachatez de decirme nada, cuando solo había que mirarlo a él. Porque sí, el tipo era más bien dejado. No, me quedo corta: era un cerdo.

No fueron ni una ni dos veces las que llegó a la cita con la ropa apestando a humedad. Y no fueron ni una ni dos veces las que fui a su casa y vi platos sucios en el fregadero, polvo en las estanterías y varias cajas de pizza que a saber cuánto llevarían apiladas en la cocina.

Cuando me terminó de tocar las narices fue en una conversación en la que hablaba de otra pareja: un amigo y su novia. Resulta que ella era muy atractiva, de las que llaman la atención, además de muy sociable y entrante. Una combinación que no suele gustar a la machistada, que considera que estando buena no se debería ser tan buena gente. Que luego pasa lo que pasa, que se habla de la tía porque gusta, y eso al novio le hará poca gracia. Él incluso pensaba que, en ciertas ocasiones, la chica rayaba el tonteo.

Me acordé de un gilipollas de mi pueblo, de esos de los que hablan y dictan sentencia. De los que, por algún motivo, emiten opiniones muy tenidas en cuenta por otros tíos. Me pasé toda la adolescencia escuchándole decir (y creyéndome) que una mujer debía ser una puta en la cama y una señora en la calle. Y, cuando escuché hablar a mi pareja de entonces en términos similares, me ardió la sangre.

Lo peor de todo es que aquel día no salté como un resorte para ponerlo en su sitio, aunque fuera por sororidad. Lo peor es que lo censuré solo levemente y, al final, acabó dejándome él a mí, ¡él a mí! Porque, en alguna de nuestras discusiones a cuenta de cómo tenía que comportarme, me dijo que estaba cansado y que a él le gustaban las mujeres más… femeninas.

Todavía ando mascullando la ira de aquella situación, y eso que ahí sí le dije de todo. Incluyendo que más le valdría inventar una máquina del tiempo para, siendo tan cerdo como era, probara suerte con alguna mujer de la Edad Media. Después me arrepentí porque, ¡qué injusto para la pobre dama de la Edad Media con la que se tope!