Un día eres “normal”. Sales con tus amigos de cañas, te irritas porque el flequillo no te ha quedado bien alisado y ese al que pones ojitos se ha unido al plan inesperadamente. Te estresas con los pormenores del curro, te entristece que tus planes en vacaciones se hayan truncado por un inesperado chaparrón. Al día siguiente, tu vida se pone patas abajo. Ya no volverás a preocuparte por estos pequeños inconvenientes.
Tengo 36 años y tenía 35 cuando me detectaron cáncer de mama. Como casi todas, acudo a mis revisiones ginecológicas anuales, sin más pretensión que la de controlar que todo esté bien por “ahí abajo”, más por puro protocolo que por la creencia de que vaya a salir nada malo.
Mi ginecóloga suele palparme los pechos cuando acudo a revisión. Después de este episodio he hablado con algunas amigas, que me cuentan que sus ginecólogos no llevan a cabo esta exploración. Si vuestro profesional no tiene esta costumbre, pedidle que por favor lo haga, o cambiad a otro. Este gesto -que para algunos puede parecer insignificante- a mí me ha salvado. Yo suelo tocarme los pechos periódicamente, pero no percibí nada distinto. Sin embargo, mi ginecóloga, fue más hábil en su técnica. Durante la exploración, paró unos segundos e incidió en la misma zona, una y otra vez.
-Parece que noto un pequeño nódulo. Voy a mandarte una mamografía, pero no te preocupes. A tu edad, es improbable que se trate de algo malo.
Acudí a la cita con cierta inquietud, pero sin una preocupación excesiva. Los resultados de la mamografía no arrojaron nada. Sin embargo, mi ginecóloga no se contentó. Observó la imagen y me explicó que mi mama era demasiado densa (al ser yo una mujer joven), lo que dificultaba la visualización del tejido y que no se quedaba tranquila solo con la mamografía. Completaríamos mi estudio con una ecografía y una resonancia. No obstante, me indicó que estuviese tranquila, que era solo por precaución.
La ecografía tampoco mostraba lesiones. Sin embargo, en la resonancia se vislumbraba el nódulo, cuyo aspecto no terminaba de gustar al equipo médico encargado de valorarla. Ahí comencé a percibir los gestos raros, las miradas de inquietud cómplice entre ellos. Tocaba biopsia.
Vinieron días de ansiedad desmedida, mientras esperaba los resultados. Sin embargo, dentro de mí me repetía que no había lugar para la preocupación… ¿Quién tenía cáncer con 35 años? Con toda probabilidad se trataría de un quiste o una lesión benigna.
Los días pasaban y nadie me llamaba para informarme de los resultados. Ello me supuso cierta relajación, puesto que había oído que para dar “malas noticias” te llamaban con premura. El día número 11 tras haberme hecho la biopsia, sonó mi teléfono. El médico de anatomía patológica me pidió que acudiera a su consulta para comentar los resultados. Entonces, empecé a temerme lo peor. Si fuese algo benigno, me lo habría dicho por teléfono…
Acudí con una amiga. Cuando oí el diagnóstico sentí como si me estuvieran leyendo una sentencia de muerte (sé que no es así, sé que el cáncer, afortunadamente, se cura, pero así lo viví yo). No lloré. Mi amiga me cogía la mano.
Mi mayor preocupación era tener que contárselo a mi familia. ¿Cómo iban a ser capaces de digerirlo? Mi padre tiene 75 años, no le veía preparado para recibir un golpe de esta envergadura. Mi hermana pequeña se encontraba atravesando un mal momento personal. Al final, decidí hablar con mi hermana mayor, y pedirle –muy cobardemente- que fuese ella quien diera la noticia al resto de mis familiares.
A partir de ahí comenzó mi periplo de médicos. Primero medicación durante seis meses para reducir el tumor, después cirugía, después quimio, por último radio. Hay tanto por hacer que a veces no te da tiempo a pensar, pero cuando piensas, sientes como si una enorme piedra se depositara sobre tu cabeza.
Fingí estar bien durante todo el tiempo. Cuando alguien me preguntaba que cómo estaba solía responder: “Bien, estoy bien”. Mentira. Estuve hecha polvo durante un año, física y psíquicamente. Sin embargo, sentía que la gente no querría oír la verdad y que cuando preguntaban que cómo estaba, internamente cruzaban los dedos para que les dijese que bien. No quería importunarles con mis quejas.
Estoy terminando la radioterapia, a punto de curarme y comenzar una nueva etapa. Voy recuperando la alegría, el pelo y las ganas de hacer cosas. Vuelvo a ilusionarme. A veces incluso vuelvo a preocuparme porque se me ha estropeado la nevera o porque va a llover el fin de semana. Sin embargo, no puedo evitar pensar que mi vida ha cambiado para siempre puesto que ahora, siempre, absolutamente siempre, voy a vivir con un nuevo compañero: el miedo. Siempre estaré esperando la próxima revisión, temerosa de que el tumor haya vuelto, rezando porque no haya recidivas. Viviré con esa sombra sobre mi cabeza. Sé que puedo sonar dramática pero estoy aprovechando para vomitar en estas líneas todo lo que llevo tanto tiempo callando.
Estoy contenta, pero acojonada. Y por encima de todo, estoy muy agradecida. Gracias a una excelente profesional que detectó algo en una revisión rutinaria que de otra forma me hubiese pasado desapercibido. ¿Qué hubiese ocurrido si ella no tuviese la costumbre de explorar las mamas? ¿Y si se hubiese contentando con el resultado de la mamografía y no me hubiera pautado la resonancia?
No dejéis de acudir a vuestras revisiones e insistid en el tema del pecho. Revisaos cada año, tocaros todo lo que podáis, pedid a vuestros ginecólogos que lo hagan. La edad no tiene nada que ver, ninguna estamos a salvo y yo estoy viva gracias a eso.