Mi relación era bastante buena. A pesar de ser distintos, nos complementábamos muy bien y todo fluía genial. 

Hasta que llegó mi perra. 

Una de nuestras mayores diferencias era que yo soy una amante nata de los animales, mientras que mi pareja les tiene indeferencia. A pesar de esto, intenté siempre dejar al margen mi deseo de tener una mascota, pero llegó un momento en que no pude más. Yo siempre he sentido que NECESITO un gato/perro/lo que sea en mi vida. Me dan cariño, ternura, y mucho amor. Para mi es una necesidad que hice saber a mi novio desde hacía mucho tiempo. 

Él, como muestra de su amor, decidió ceder, así que optamos por acoger en casa a una perrita (nada de comprar) como prueba (de esto se informó a quienes la tenían, por supuesto), ya que él nunca había convivido con animales. 

Todo sería una prueba de convivencia de menos de un mes, en la que él me brindaba la oportunidad sin llegar a comprometerse. 

Pues bien, nos tocó una perrita que más buena no podía ser. Un dulce, aunque con algunos traumas. El primer día que la recibimos ambos teníamos mucha ilusión, y yo no paraba de vislumbrar a nuestra familia de tres, sentaditos en el sofá, siendo todo amor. 

Al principio le hizo algo de caso (no demasiado) y al mes salió de él confirmar su adopción, algo que me puso muy muy contenta. 

Aunque no le hacía un gran caso, se preocupaba por sus necesidades básicas y de vez en cuando le tocaba la cabeza y ya. No hubiese sido un gran problema eso, porque debía entender que no todos somos amantes de los animales, pero es que se fue hacia un extremo. Nunca llamaba a la perra por su nombre, ni la saludaba al entrar. La perra nunca le montó una fiesta al verlo llegar a casa. Si yo me ponía muy mimosa con ella o si me ponía a hacer ejercicios con ella para mejorar sus traumas, él resoplaba y me llamaba patética. 

No quería salir con la perra a dar un paseo, ni a nada que la incluyera en ningún plan. Si la llamaba para que se subiera a mi lado en el sofá él resoplaba. Se tiró meses encerrado en su cuarto, a duras penas haciendo vida en el salón conmigo y cuando discutimos y le pregunté por qué, me dijo que la perra le sobraba, que no le gustaba estar en el mismo entorno, a pesar de que el animal era súper tranquilo y no hacía un ruido. 

Tuvimos una gran discusión precedida de otras igual de grandes más adelante. Yo sufría muchísimo y me llenaba de dolor, de tristeza y de rabia sus no sentimientos y sus no acciones con la perra. 

En una discusión muy fuerte, la más grande, me dijo que no quería vivir con el animal. Que no soportaba su presencia. Yo evidentemente le rebatí y me dijo que era egoísta por mi parte. Que él había hecho un gran esfuerzo por intentar hacerme feliz, pero que ahora no lo era él. Así que a mi me tocaba decidir: o nuestra relación, o la perra. 

A mi se me partió el alma en añicos y lloré lo inimaginable. Yo ya quería con el alma a mi perra. Al principio me negué en rotundo pero luego estuve pensando sobre sus últimas palabras. No podía ser así de egoísta. 

Así pues, tras mucho pensarlo, decidí actuar en su favor. Supuestamente una relación es más importante. Un ser humano es más importante que un animal, y darle importancia más a otro ser vivo que a tu relación es poco más que una aberración. O eso dicen. 

Él, al verme llorar, quiso retroceder en sus palabras y dijo que siguiéramos con la perra, pero yo sabía que eso no haría más que alargar la agonía y sería peor para el animal que la dejase más tarde en vez de ahora. 

Así que cogí y fui hasta la protectora ese mismo día. Les expuse mis motivos cara a cara, con el corazón y el alma encogidos y la vergüenza hasta los pies. Jamás me imaginé que llegaría a hacer algo así, ni siquiera por amor. 

Puedo afirmar que en mi vida lloré de esa manera. Entonces miré a mi pequeña y me rompí. Me rompí como nunca, y lo supe.  

LO SUPE. 

El amor por los animales es el valor más fuerte que tiene mi persona. Ella era MI FAMILIA. Y abandonar a mi familia es traicionarme a mi misma y a mis sentimientos. 

Le dije a la chica que lo sentía, que sentía haberla liado y haberle hecho perder el tiempo, pero que no podía dejar a mi perra. Que era mi vida, que era mi familia, y que me había dado cuenta de que había estado apunto de traicionarme a mí misma, además de a ella. 

La chica, para mi sorpresa, sonrió y me dijo que se alegraba de mis palabras. Que quizá mi pequeña había venido a mi vida para darme una lección además de amor, y para ayudarme con mi relación. 

“Que le den por culo” fue, sinceramente, lo primero que pensé. 

De camino a casa, lloré también como nunca de pensar en lo que estaba a punto de hacer, porque a pesar de esto, nos queríamos. Le quería. Y todo lo demás había ido genial hasta que llegó Danna. Mi pequeña Danna. 

Pero ella no era lo que sobraba en nuestras vidas. 

Así que llegué a casa entre sollozos y con mi perra en brazos. Discutimos fuerte, pero le dejé. 

Él no lo vio justo. Yo, quizá, tampoco.  

Él no lo entendía, pero yo sí. 

Le hice caso a mi corazón. A mis valores. A mis principios. 

A mi amor por ella. 

Y es que hoy escribo esto entre lágrimas de emoción, de tristeza por el momento vivido, pero también de felicidad. Felicidad por tenerte conmigo y por haberte elegido. 

Te dedico a ti este escrito, Danna. 

Te quiero, mi pequeña. 

 

JUANA LA CUERDA